Ella me miró a los ojos, sonrió y puso su dedo índice sobre mis labios como queriendo expresar que no era necesario pedir disculpas, que entendía todo lo que pasaba. Me acariciaba mi rostro y no dejaba de decirme lo mucho que me amaba, no dejaba de decirme que no le importaba cuán difícil me podía poner con ella, siempre iba a estar allí para mí. La abracé tan fuerte que apenas podía respirar, y luego reposó su rostro cerca de mis hombros evitando verle llorar. No dejó de exponer sus sentimientos en esos momentos, no dejó de insinuar que siempre iba a estar presente en su corazón.
Comenzó a pasar sus manos por mi pecho desabotonando cada broche en la camisa, y con su respiración aireaba mi cuerpo de calor. Yo emprendí el desvestirle lentamente y con mi boca susurrarle el deseo de poseerla, de transmitirle las emociones que estaba percibiendo.
Cada beso que nos dimos fue una poesía que hablaba, que pedía ser escrita, como si los besos gritasen besarnos incontable y con fascinación, besarnos grande, inagotable. Decirnos al oído que deseábamos conquistarnos, seducirnos, coquetearnos y tocar juntos esa dulce sinfonía del amor. Como si ellos gritasen flecharnos pero nunca dejar de besarnos. Regalarle yo mis ternuras y ella la aventura debajo de su falda, y mientras pasaba besarnos con arrebato y con delirio, con pasión, enardecimiento, emoción. Porque querían sentirse, porque nos embriagan, sin importar el por qué o el cuándo, solo sentir la demencia, el momento.