Cuando la tarde empezaba a apagar sus luces y el horizonte se teñía con franjas naranjas en diferentes tonalidades, Luisa se disponía a desplegar el mantel de la imaginación para recrear su juego favorito, la hora del té. Siempre seleccionaba un lugar solitario, bajo la sombra de las limonarias o cerca del galerón que protegía al viejo pozo, en casa del abuelo. Sus invitadas debían disfrutar de la paz y la frescura de la tarde que se desvanecía lentamente, para conversar sin interrupción alguna. Nadie veía a tan elegantes comensales disfrutar de la bebida que la pequeña Luisa ofrecía, eran invisibles a los ojos de los demás.
Ataviada con un vestido floral que su abuela le había confeccionado, como tantos otros especiales que diseñó para tan delicada figura, se disponía a preparar el escenario de sus tertulias. Con taza en mano, regalo de alguna pariente, les contaba sobre el ritual del gato amarillo al acercarse la cena, el cual se enredaba en las piernas del abuelo solicitando piadosamente embadurnarse los bigotes con la crema que él disfrutaba.
Ellas (sus invitadas) , por su parte le hacían cuentos sobre los lejanos países de donde procedían. La pequeña Luisa las había conocido en las revistas ocasionales que su tía llevaba desde la capital y las recortaba para invitarlas después a sus conversaciones privadas. Le enseñaron a conocer el mundo a través de las imágenes porque aún no había aprendido a leer, aunque ya dominaba algunas palabras en inglés.
Cuando alguien se acercaba guardaba silencio e inventaba tener algún contenido en la taza, el cual debían probar, pero… el mismo era ¡muy caliente!! De esa manera, alejaba a quien osaba interrumpir tan mágico momento. El tiempo pasó y sus amigas de juegos desaparecieron, al igual que su preciada taza cuando se hizo añicos dejando su huella en el piso de barro y en el rincón de sus recuerdos.
© Mirna Lissett, agosto 2013