Casi puedo asegurar que me he curado del horrendo vicio de narrar mi vida en poesía. Casi.
Hasta que corre el cortometraje: detrás del niño del cumpleaños, una anciana se queda dormida y en ella, el esperma del antiguo amante, le gesta el hijo que no tuvo en casa de su madre.
Nicolás, iba a llamarse, si no fuera porque al esposo le caía mal el libertinaje de un reno, esquivando la lógica de la génetica.
Casi puedo asegurar que esto que me acontece ya no me pertenece. Es cosa del destino, de levantarse tarde, de esperar que los carros no aglutinen su ruido en la música que escucho cuando Edgar me ha dejado una nota de amor, con el legado de antaño. Ella sonreía cuando un niño perdía su globo y lloraba en éxtasis al ver el estómago reventado de una paloma, por cualquier bicicleta. Ella soy yo. Era yo hasta hace poco, hasta que descubrí que una parte mía, respondía bien a mi antigua nombre [Debo olvidar mi nombre]
Eso decía la nota: sonríe de placer cuando mi paloma sea la que reviente tu órgano después de nueve meses.
No, no, esto que acontece no es amor. Si busco el amor, la guadaña sesga hierba y quedo perdida en el motel que visitaba junto a mi mejor amiga. Yo me quedaba coleccionando olores y ella buscaba en aquel cuerpo, el placer que le producía su propia imagen.
Nunca encontramos lo que habíamos perdido. Pero siempre recibíamos lo que necesitamos.
Aún no sé que es lo que necesito.
El cortometraje pierde sentido en la mesa sin comida, sin niño del pastel, sin invitados. Al fondo, la anciana acaricia a su perro y vomita la cena.
Interludio de recuerdos en la hora que no llega.