Lissi

SÉPTIMO CUMPLEAÑOS (LOS RECUERDOS DE LUISA)

 

Agosto, fue el mes que el Supremo Creador designó para el nacimiento de la delicada y bien amada Luisa, en el paraíso tropical llamado Guatemala.  El octavo mes del año, en el cual la estación lluviosa hacía alguna parada (canícula), pero Luisa llegó justamente en los días en que se reanudaba la lluvia.  Cerca de la fecha de su séptimo cumpleaños, se desató tremenda tormenta que desbordó el cauce de los ríos que cruzan la población en el oriente del país.  En esa época, las lluvias realmente llenaban de vida el lugar, llegaban cuando tenían que llegar…justo cuando la tierra más la necesitaba, para alimentar la milpa y hacer crecer la hierba para las vacas lecheras. 

 

En el año 65, el cielo prodigó más agua de la debida.  Una encomienda con las cosas para celebrar el cumpleaños se retrasó porque la vieja camioneta no pudo cruzar el río.  Ya no hubo celebración con invitados.  Era, prácticamente la despedida de Luisa  de su mundo de fantasía.  Diría adiós a las tertulias durante la hora del té, ya no mecería en sus brazos a su adorado Julio (el muñeco), ni le dejarían enterrar sus dedos en la masa de las quesadillas que preparaba la abuela.

 

Cumplir siete años, era empezar a adquirir ciertas responsabilidades, prepararse para la escuela, participar en algunas faenas de la casa como: alimentar a los polluelos y recolectar fruta.  Esta última tarea se hacía con mucho gozo ya que a su mamá le encantaba  ponerla a ella y a sus hermanos  en contacto con la naturaleza.  Eran tres hermanitos, y partían alegres, ataviados con sombrero y pañuelos de seda a colectar los frutos caídos luego de la lluvia. 

 

Cuando el abuelo se iba a la casa situada al otro lado del río, ellos viajaban en canoa para ir a visitarle y traer consigo sus ojos llenos de paisajes y sus oídos inundados con el trino de los pájaros.  A su regreso, por la tarde, la abuela preparaba unos bocaditos (mamachitos) con la crema y el queso que se producía en la “casa al otro lado del río”.

 

Siendo una niña de siete, podía apreciar cosas tan sencillas de la vida que fueron marcando su aprendizaje, como el bordado que solía hacer mamá en las sobrefundas, rellenar almohadas con el algodón que producía el árbol de murul, el aroma del pan de maíz elaborado por la abuela María para el Día de los Santos y hasta el  croar de las ranas que abundaban en el jardín junto a la playa de piedras donde se asoleaban  las blancas mantas que cubrirían el queso para su añejamiento.  También podía comprender los cuentos incansables de Don Toño,  el cuenta cuentos oficial de la casa.  No hacía falta una celebración con dulces y sorpresas, pues contaba con el amor y las enseñanzas de una familia, el gran libro de la naturaleza que le proporcionó las lecciones permitiéndole respetar a cada uno de sus integrantes y con el “Creador  del Universo”, al que llevaba en sus oraciones  y con su ángel de la guarda que veló sus sueños.

Mirna Lissett, agosto 22/ 2013