Ciclópeo farallón de roca viva
que alzas, majestuoso e imponente,
tu esbelta silueta contundente
sobre el azul del mar que te cautiva.
Cual gigantesco galeón de piedra
que encallado quedó sobre la playa,
alzas tu proa al sol como atalaya,
orgulloso bastión que nada arredra.
Tus calizas paredes verticales,
talladas por hachazos de gigantes,
al mar se precipitan arrogantes
hundiéndose en azules abisales.
La plácida bahía recoleta
divides en dos playas sosegadas
cuyas tibias arenas bronceadas
tu sombra tiñe en tonos violeta.
Y en la cálida orilla de esa playa,
que a tus pies se adormece enamorada,
florece blanca espuma aletargada
que olvidó una ola azul que se desmaya.
El agreste sendero que te asciende
entre pinos, enebros y palmitos,
es hermoso trepar hasta los hitos
que en tu cumbre la luz del sol enciende.
Desde lo alto, en el aire, una gaviota
a veces lanza su estridente canto,
rompiendo del silencio el dulce encanto
que de tu soledad sagrada brota.
Y en tu desnuda cima se conquista
la radiante belleza del paisaje
que tierra, cielo y mar, como un encaje,
bordan en verde, azul, gris y amatista.
Las nubes que acarician tus alturas,
en homenaje de delicadeza,
algún día coronan tu cabeza
con un tenue penacho de blancura.
Y, en tu entorno de luz tornasolada,
cuando el sol se retira, ya vencido,
sopla con fuerza el viento embravecido
al chocar con tu mole inquebrantada.
A tu sombra también bulle abrigado
tu pequeño y vivaz puerto pesquero,
que a la tarde recoge placentero
las barcazas cargadas de pescado.
Y allá al fondo, hacia el sur, en la ladera,
blanco de cal, el pueblo, que, hechizado,
contempla tu perfil arrebatado
luciendo sobre el mar como una hoguera.