Luisa, en su pequeño mundo aprendió a valorar las cosas sencillas de la vida, como el florecimiento de las bugambilias frente al corredor de la casa familiar; el despertar con la sinfonía de clarineros, cenzontles y chorchas que en la mañana solían alegrar los patios y corrales donde el abuelo caminaba para revisar sus gallinas y el ordeño. El abuelo, que en el último mes del año se despidió para caminar por otros senderos de paz. No voló con los barriletes porque la época en la que esos pájaros de papel se alzaban al cielo terminó al comienzo de noviembre, quería disfrutar aún de las quesadillas, el arroz en leche y del ayote en dulce; llevarse así el recuerdo de los suyos en los aromas y sabores de la tierra que le prodigó tanto.
Luisa, vio el cortejo entre brumas sin asimilar el proceso de la separación terrenal de aquel ser, quien a través de su actuar enseñó un profundo amor hacia los animales y a gozar de los frutos que la naturaleza brindaba en cada estación del año. Los marañones, zapotes , mameyes, chicos y mangos en los primeros meses del año, los jocotes, nances y los ayotes poco tiempo después; para terminar con el dulce aroma de la manzanilla en la fiesta de la natividad. Luisa, creció y guardó su nombre en la cajita de recuerdos…dominó las palabras y alcanzó varias metas, cruzando algunas veces el río y mirando de reojo el sitio donde estuvo la casa del abuelo que ocupaba durante la estación lluviosa.
©Mirna Lissett 28, agosto 2013