Vimos un perro, saliendo por agujero, de la pared. Aunque resulte raro, eso nos emocionó. Hace mucho tiempo, que no veíamos animales, ni siquiera pájaros por el cielo. Este can, se encontraba muy sucio, tanto que su pelaje se había puesto grisaseo -quizás el también vagaba como nosotras, fuera de una militancia repugnante-. Nos miró desconfiado, y no lo culpo por ello. Se acercó lentamente y nos movió su cola. Estaba feliz de vernos. Una vez que estuvo a nuestro lado, comenzamos a acariciarlo. Nuestros ojos se iluminaron. Pero por como estaban las cosas tratamos de disimularlo. No podíamos permitirnos un atizbo de felicidad, no en aquel entonces.
Nuestra tarde antes triste, se veía convertida en un día alegre. Algo en mí se desquebrajó. Por primera vez, lloré. Traté de abrazar a mi compañera, Mariel, pero ella me empujó insultándome a mí y al perro -que ninguna culpa tenía-. Sin decir palabra, se levantó y se fue. Mariel no podía entender el afecto o la felicidad, pero al fin y al cabo, yo tampoco estaba en tales condiciones. Sin embargo, algo en mi me impulsaba a sentir, más alla de la culpa, que me invadía como un veneno letal. Mi compañera, seguía alejándose por la calle. Quise salir tras ella, pero sabía que no existía esa posibilidad, mi cuerpo no quería hacerlo. De pronto, el perro, que un segundo atrás estaba a mi lado, salió corriendo, hasta alcanzarla. Una vez que lo logró. la lamió y le saltó encima. Tanto fue así que acabó tirándola al suelo. Me sobresalté, pensé que ella iba a pegarle, y eso me asustaba. Pero, para mi sorpresa, no fue así, Mariel y el animalito, siguieron caminando, perdiéndose en el horizonte, partiendo hacia un mañana peludo y alegre.