La gente se apiñaba en la plaza;
padre, madre y comulgante
entraron por delante,
con el estruendo de las campanas.
En la iglesia entraron todos:
niñas de blanca vestimenta
y niños de marina chaqueta,
caminando unos tras otros.
Al fondo aguardaba el cura,
rodeado de padres expectantes
que habían acudido elegantes
a ver cómo sus hijos comulgan.
Hora y media duró la misa,
entre charlas sabias y lecturas
que alaban a Dios en las alturas,
mas allí hubo llanto y hubo risa.
El acto finalizó aplaudido,
entre abrazos y besos
y fotos de cerca y de lejos,
aunque la gente temblaba de frío.
Con las tripas ya rotas,
se marcharon con hambre
cada cual a su restaurante
a ponerse bien las botas.
Despachamos un menú riquísimo.
Éramos veintiuno:
catorce adultos
y siete niños monísimos.
La fiesta llegó al final,
con la música a tope,
el Gagnam Style a galope
y unas copitas de más.
Entre bailes se movían,
pocos quedaban cuerdos
pero allí quedó el recuerdo
de la comunión de Iván.
El sabor de una gran fiesta,
y la huella de una familia,
algo más que un feliz día
que acabó en una gran siesta.
J.M. García
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