Varios años después, la pluma viajera se dirige a otro sitio costero; esta vez, hacia el atlántico. Su transporte fue “el rápido”, era el tren nocturno que pasaba por el pueblo rumbo a Puerto Barrios, salía desde la capital hasta la costa atlántica del país. ¿Qué tan rápido se movía?, creo que no había diferencia con respecto a los demás trenes, el llamarse así radicaba en el poco tiempo que éste se detenía en la estación ya que casi sólo hacía parada para recoger las encomiendas hacia el puerto y algún otro viajero que debía estar con los primeros rayos del sol en su destino final.
La pequeña viajera iba de la mano de su abuela paterna, visitarían a sus parientes y degustaría el atol de plátano, bebida muy popular por aquellos días en aquel lugar donde abundaba dicha fruta. El sitio era otro punto dominado por la compañía extranjera que exportaba banano a través de su puerto hacia el norte del continente americano, al igual que poseía el derecho de las vías del tren que cruzaban el nororiente de este territorio.
La imponente locomotora a vapor No.34 encabezaba la fila de vagones que bailaba con los acordes del peculiar sonido al contacto con los fríos rieles irrumpiendo el silencio de la noche arrullada por los grillos violineros del monte. Su vaivén invitaba a dormitar mientras las horas pasaban y se acercaba a los distintos destinos anunciados por la grave voz de los inspectores de boletos de viaje. Al grito de ¡¡vaaamonos!! Emprendía de nuevo su destino. Durante la noche no podía verse casi nada, así que la imaginación se echaba a volar observando las formas de las sombras proyectadas por la luz de la alemana (la locomotora), árboles misteriosos, ojos escondidos detrás de los matorrales y ramas movidas por el viento saludando a invisibles viajeros. Hoy, esta pluma observa con nostalgia los vestigios del camino de hierro que llevó consigo historias desde el sur hacia la capital y de ésta al oriente del país, que se comercia en pedazos de manera clandestina.
©Mirna lissett