Sí, desaparecí.
Pero lo había hecho ya mucho antes de encontrarte,
mucho antes incluso de encontrarme
a mí, a mis pasadas vidas,
a mis rostros de muerto en el espejo
buscando ayuda
como cual pececillo cerca a una quebrada que pronto besaría el río.
Un débil rayo apenas me parecía horizonte,
un minúsculo brote de amapolas
manaba desde donde salía la herida
arrojándome a veces
unas palabras tuyas,
unos silencios tuyos,
un mensaje encriptado cerca a las 2:00
junto al café
y el tiempo que esperaba siempre
para reacomodar mis dudas.
No fue sino después de ti
que descubrí la fuerza del hilo al cual colgaba,
la fuerza de mis males y mis daños
protegida a su vez por una fuerza ajena y superior
de todo aquello que se decía “cierto”
sin poseer verdad.
Ah, si pudiera nadar sobre la cólera
y traspasar desnudo los collares ardientes de lo incierto,
cometer sin parar uno tras otro los fallos de la infancia
dejados a los pies de alguna de las tantas estatuas de la iglesia
y quizá uno de estos días poder arrepentirme
por todas esas veces que lloré mientras me arrodillaba arrepentido.
No volveré a escribirte.
No volveré tampoco a tu zanjado apego,
a tu antiguo apartado de corolas
regadas sin piedad junto a las puertas de mi mansión en ruinas.
Te es imposible de ver la muerte
y la angustia de todas las palabras que saltan sin aliento,
no obstante, no sé cómo, logras tocarme
en un lugar tan hondo que incluso yo ignoraba.
Sin ti no llego a él,
sin ti jamás sabré cuán dentro está mi adentro;
pero no partiré conmigo:
esto que soy te queda a ti
y eso que eres
será con lo que parta yo.