Adan y Eva
-según dicen, los primeros habitantes de la tierra-,
de un lindo lugar llamado paraíso terrenal,
de gracia y de belleza sin igual,
-donde un palacio era una cueva-.
¿Qué tuvieron que hacer
para perder ese vergel
del que ellos eran los únicos y primeros inquilinos?
¿Cómo no se adelantaron al llegar de otros vecinos
y así evitar que se lo repartieran en parcelas?.
¡Todo el mundo a sus pies y lo perdieron!
Fué una cuestión legal.
Nunca entendieron
esa manía que los seres humanos tenemos por hacernos los amos del terruño.
¿Por qué olvidaron incluir en el contrato con su firma y cuño
una claúsula remarcada con el nombre “indivisible”?
-todo el planeta sería para siempre intransferible-.
Y de este modo quedaría zanjada la manida cuestión territorial.
Puesto que en realidad eran los dioses
los legítimos propietarios de la tierra,
y así lo proclamaron
dado que fueron ellos mismos quienes lo crearon.
Hubieramos evitado hechos atroces,
que más tarde se produjeron al prevalecer las leyes del más fuerte,
las invasiones y las guerras
-reyezuelos, caciques, duelos fratricidas y traiciones-,
¡tantas calamidades, tantas muertes!,
todas sin distinciones.
Hoy, después de tantos años de experiencia acumulada
aún existen muchos que se resisten a reconocer
la inmerecida suerte que tuvieron al nacer
en un lugar que ha sido bendecido por las hadas.
Faltos de argumentos insisten una y veinte
veces, que en ello no ha intervenido para nada el halo,
que no es cuestión de suerte,
que si nacieron allí es porque se lo han ganado.
Y cuando yo les reclamo la cédula legal,
me contestan hablando de emociones,
de sentimientos, ¡falsas justificaciones!.
Que es, por tanto, que su pais les pertenece,
que por encima de todo, los sentimientos prevalecen,
y por ello querer separarse es natural,
que tienen derecho a ser y a vivir independientes.
Y siguiendo este argumento
-mi pueblito es el mejor-
no preciso que me hagan un favor,
pues, ¡hete ahí que a nadie yo consiento
que me roben ni un trocito de mi huerto!.