AL UNO Y OTRO LADO DEL PRINCIPAL
Por cientos de miles se contaban los cadáveres
civiles que asoló la Gran Guerra de la Avaricia.
En nombre de la libertad, los ejércitos,
aquellos que desfilaron con bizarría y orgullo
seis meses antes del silencio del fin,
elevaron los estandartes sobre fosas comunes.
La tecnología permitió fulminar miles de enclaves
(puntitos rojos en el ordenador de a bordo)
sin escudriñar la sangre, ni las lianas de intestinos
pendientes de una verja o de un árbol chamuscado.
Todo como un juego que, otrora los soldados jóvenes,
disfrutaron en la pantalla de una computadora.
Las aguas de los ríos se convulsionaron en rojiza
pasta, solidificada en las orillas como piel.
Los mares trajeron troncos panzones humanos
que vigilaron los submarinos nucleares al pairo.
Las ciudades se convirtieron en escombros y carne
despedazada que famélicos canes supervivientes royeron.
Ni un solo pájaro, algún bombardero digitalizado
que, pesadamente, enturbió el celaje azul de conserva.
Los militares, virtuales vencedores de la contienda,
se afanaron en almacenar alimentos básicos
para fortalecer la baja moral de la tropa.
Los sobrevivientes, ennegrecidos por la miseria
que sorprendió sus vidas rutinarias y afables,
destruido el cascarón de sus felicidades,
suplicaron raciones a los recelosos uniformados.
Pero una amenazante pandemia surcaba el aire,
vertida en boletines que advertían del peligro
de las radiaciones acogidas por los civiles.
Los acuartelamientos fueron masivos
y los gobiernos se diluyeron en Juntas Militares.
Con los meses, en una constante similar,
todos comenzaron a preguntarse por la victoria.
Hasta a los dioses, en aquel verano caluroso,
les pareció insoportable el olor a putrefacción.
Todo se trataba, como se advertía por radio,
de los irremediables daños colaterales.
Kabalcanty©2009