Desde su niñez la Taina juega
tras los árboles frondosos junto al rio
sin importar cuan altos sean sus gritos,
sin importar los comentarios de los vecinos.
Baila, danza, grita de alegría
y aun cuando más llueve más se entusiasma
pues la vida le ha dado independencia,
las ondas del viento, melodía.
Se aprieta su traje para bailar la plena
entre el alto pastizal de la ribera,
canta todos los sucesos de su día a día
y aun murmulla himnos la noche entera.
No necesita tambores pues su corazón palpita
los ritmos que a su tono excita.
La niña Taina sonríe a la música interna
que emana fuerte entre sus costillas.
Contagia la pradera y los árboles se mueven
cuando los pasos de la Taina se coordinan
a ahuyentar la mala dama “Melancolía”
y reemplazarla con el hermoso caballero “Alegría.”
Su enagua de algodón se mancha
hasta enfangar el borde su atavío,
pero esto jamás detendrá la sinfonía
de la cual se enamoró.
Han pasado los años y la Taina embellece
tanto que los jóvenes campesinos la atraen,
pero ella no han encontrado el jinete
que dance y más que ella, baile.
Su atractiva figura se enrojece
y la sombra de su cuerpo atestigua
que la niña Taina ya no es meramente niña
sino una mujer con voluptuosa figura.
Sus padres la vigilan, custodian y celan
pero reconocen que la vida les apresura,
porque el Sol ha besado su cintura,
porque el huérfano amor le alucina.
Ayer la Taina se tatuó el cuerpo
de libélulas en su costado
para celebrar que la vida es una
y porque es una, hay que seguir cantando.
Mientras baila sus libélulas se mueven
al ritmo de los aplausos, de los tambores.
Sus ágiles miembros hipnotizan
a todos los débiles espectadores.
Energía, movimiento, sudor,
piernas, libélulas y pasión,
la Taina canta, baila y se sacude
con un palpitante corazón.
Arranque, brío y ardor,
virgen noche, cálida y llena de humor.
Ha preparado para ella una plataforma
de colosal concierto y transfiguración.
Daniel Badillo