Para Eladio Cabañero
Para Eladio Cabañero Esta tarde he leído los versos de un poeta que no supo marcharse y ahora cuando lleva la muerte acariciándome el alma tanto tiempo he entendido por fin por qué los huérfanos no escriben de sí mismos, por qué tienen tan turgentes los senos las estatuas y se mueren de sed los cangilones antiguos de las norias. Me asomo a la ventana y es la noche un eterno poema inacabado y en el cielo las estrellas parecen viaductos de rutas ilegales por donde escapan siempre los presos que no tienen visita los domingos. ¿Dónde estáis los poetas que cruzasteis los suburbios del miedo? Dónde estáis, que ya no se os escucha como roncas pedradas alejándose, como rojos vencejos que se llevan el sol entre las alas. He leído los versos de un poeta que acaba de apagarse y ha sido como si alguien que no tuviera dedos en las manos señalara una puerta y escribiera con tiza nuestros nombres. Acaso nadie traiga hasta este instante preguntas de cal viva, nadie vuelva a escuchar las risas ilegibles de una ciudad cualquiera trazada con el dedo. Oigo el canto fugaz de los arroyos descendiendo hasta el fondo de las cosas, siento el paso cercano de las nubes a punto de ser lluvia y el vuelo de un ansar oblicuamente. A veces, cuando muere un poeta, se nos gasta la fe en una jornada, se nos llenan de voces sin voz los manicomios y hay millones de sombras trepando por los árboles, pero queda en los templos el aroma furtivo de una inmortalidad siempre inconclusa. He leído los versos de un poeta con las manos muy grandes, con las cejas cercanas a los bosques, me había dicho que estaban a estas horas muy altos los andamios, que se estaban quedando sin sexo los sarmientos, que era tiempo de albricias queriéndote a los ojos, era Eladio.