Antonio Fernández López

VIVIR.-

 

 

                               Vivir es aprender a perder.

                               

                                        DULCE MARIA LOYNAZ

 

   No tengo más que echar el pie adelante,

basta sólo un incipiente balanceo,

para alcanzar el árbol, la esquina, el verdor del camino.

Levanto la mirada y es lo justo

para que el horizonte se humille a mis neuronas.

A través del olfato soy capaz de apropiarme

la efímera y sutil exhalación de la celinda.

El calor de mis manos discrimina sabiamente:

absorbe con fruición el rostro amado,

con la misma claridad con que rechaza

el hostil rozamiento de apretones traidores

o se entrega transido, voluptuoso,

al gozo inmenso, madre, de la mar.

Desde la misma boca identifico las palabras

de las que brotan universos, vivencias, sensaciones,

posibles cantos de dicha o de miseria.

 

   ¡Borracho de poder me duermo cada noche!.

No hay fábrica de sueños,

ni añoranza posible de lo desconocido,

ni mundo que esté fuera de mi alcance.

Siento la fuerza entera corriendo por mis venas

y no hay dios que me frene, ni tiempo, ni distancia

que me lleve más allá de mi propia materia.

Cada espuma, cada pétalo, o lamento

forman parte de mi cuerpo, que es la vida.

Un sólo instante, salido de mis manos,

adquiere eternidad por su mismo rozamiento.

Si decido, por ejemplo, helar las horas,

como témpanos se quedan sin tardanza,

sirviendo de testigos, sucesos con figura.

Es, en fin, mi palabra quien define los ámbitos,

quien ordena y somete y pone formas

al torrente de gracia que me envuelve.

 

   Me levanto la piel, abarco el mundo,

estirando los límites por cubrir lo que ansío.

Ni una brizna, ni un abrazo, ni un color son extraños

y, juntos, participan de la orgía infinita

que se está celebrando del pellejo hacia dentro.

 

   Este mundo, me digo pretencioso,

se doblega,

agacha su cerviz a mis deseos.

Y es cierto que la vida se me ofrece,

que me permite explorar sus escondrijos,

que me autoriza que juegue, que florezca,

sobre su piel endurecida y cargada de milenios.

 

 

 

 

 

 

 

 

II.-

 

 

     Pero cómo dejarme llevar por espejismos, por hermosos que sean,

cómo no darme cuenta de los días que pasan,

de la huella del tiempo clavada en cada poro de mi cuerpo,

de que el río persiste, pero es otra a cada instante, el agua que circula,

cómo no ver la misma dimensión de la mirada, que está viendo las cosas,

y que lentamente me va haciendo lejano, ajeno, extraño,

de manera que lo que un día me correspondió como propiedad particular indiscutible,

hoy es apenas un lujo el simple suceso de su contemplación.

 

   Es verdad que la peripecia humana se ciñe a cada instante,

de manera que fácilmente niega lo que ignora,

que ni siquiera afronta lo ignorado como parte de lo presente,

que fuerza la realidad hasta el punto de que sólo ve lo que domina, lo que alcanza, lo que toca,

pero una cosa es hacerse el loco y usar las muletas que la propia vida te va ofreciendo como soporte para que te apoyes

y otra bien distinta creerte que es el día el alumbrado urbano que te ilumina, mientras todos los animales se encuentran ya durmiendo según es su mandato.

 

   Apenas nos está permitido decir adios a cada cosa que hemos visto,

a cada persona con la que nos hemos rozado,

por amor o por odio, casi da lo mismo.

Somos espectadores en este viaje de urgencia que son los cuatro días que la Tierra nos mantiene enhiestos sobre su superficie

antes de poseer nuestro definitivo estado en el que nos encontrábamos antes de venir y al que volveremos definitivamente una vez que termine el entreacto este artificial y pasajero, ¡a qué ritmo!, en el que nos encontramos.

A poco que nos descuidemos no nos enteramos ni siquiera de que hemos pasado y nos vamos con los dedos agarrotados y encogidos como queriendo atrapar no sé que cúmulo de promesas en las que no se nos ha ocurrido pensar hasta el mismo instante de la despedida.

Ni un fugaz beso de amor ni un exabrupto de odio nos es dado, se nos congela en los labios y nos convertimos en estatua de sal sin tiempo siquiera de mirar atrás porque ya no estamos.

Como rastro imperceptible, ese engaño en el que nos ahogamos, compuesto de deseos, de gozos y miserias, de risas y dolores, convertido en recuerdo.

 

   En el estrecho margen en el que nos movemos, esa incipiente sensación de fuerza de apenas una llama,

cedemos con cualquier excusa nuestra soberanía a cambio de cualquier prebenda, por pequeña que sea,

tal vez por miedo a la posesión del tiempo que nos toca,

por simple ignorancia de nuestra pobre, pero cierta, vida,

o por expreso deseo de no renunciar al imposible infinito,

siempre delante de nuestros ojos y de nuestras manos

pero siempre inmaculado e inaccesible a nuestras posibilidades.