Yo deambulaba por esas noches sin paradero,vi como una larga avenida de circunstancias se perdía en un fondo trasnochado, que se adivinaba como un ecuánime amanecer de soledades.
Y una extraña puerta de carne trémula se aparecía por aquel horizonte extremo que las horas iban acumulando como desechos o retazos de una noche partida.
Luego sentí un beso desbocado que me tocaba la piel; en realidad no supe de quien fue. Sólo supe que andaba extraviado por mi camino, casi zigzagueando las heridas que se erguían como postes adormecidos que sujetaban ciertas extremidades de mujer.
Sin darme cuenta fui atrapado por unos brazos extraños, su rostro era enfermo y su sonrisa blanda.
Corregí mi postura, y pude encadenar esos raros rencores a mi cordura, y esa vieja cruz de madera a la que estaba sujeto me sirvió de refugio.
Y esos suaves labios morados que se desenvainaban de su rostro gélido y tenebroso, se depositaban sobre el madero exhausto de mi carne, limpiándome los coágulos de sangre, signo inequívoco de su dominación sobre mí.
Yo estaba como herido, atareado por salir de esa cárcel nefasta que era su cuerpo. Pero no pude, su llanto agónico me condenaba, me arrastraba hasta envilecer mis instintos.
Le abrí su vientre de un mordisco y una criatura innominada, broto de sus entrañas. Había nacido aquel ángel negro, producto del éxtasis descarriado de nuestros encuentros.
Nuestro paraíso estaba invertido. El viento había removido nuestros huesos, y expuestos como trofeos sobre esa jungla etérea y despoblada, en donde por fin, descansaría nuestras ansiedades y desvaríos.