Qué confusa ansiedad insoslayable
agita y enmaraña mi conciencia
en aquellos momentos fascinantes
en que mi pobre mente apasionada
halla ante sí una bella obra de arte!
¡Qué fuertes sentimientos contrapuestos!
¡Qué intensa conmoción inenarrable
agita las neuronas de mi mente
en una desazón inevitable
entre el goce integral de la belleza
y el pensar, de una forma obsesionante,
en el proceso ignoto y olvidado
de su ejecución física inquietante!
Pues ¿acaso de tantas maravillas
que a lo largo de siglos incontables
esta humanidad nuestra ha ido erigiendo,
un amplio y triste número abundante
no ha sido aciago fruto doloroso
de dura explotación, miseria y sangre?
¿Acaso aquellas manos delicadas
de los reyes, los nobles, los magnates
–así civiles como religiosos–,
trasegaron los rudos materiales
con que se alzaron obras tan grandiosas?
¿Acaso el costo de esos deslumbrantes
monumentos que arroban y embelesan
fue financiado de un modo honorable
con sudadas monedas del trabajo
de sus acaudalados ordenantes?
¿Acaso esos recursos no salieron
del expolio, en mayor o menor parte,
de las gentes anónimas del pueblo,
que sufrieron su yugo con aguante,
oprimidas, sumisas, obedientes,
y apremiadas de forma intolerante
a sufragar con diezmos y tributos
la opulencia altanera y arrogante
de los grandes magnates poderosos?
Nuestros ojos ya pueden afanarse
en inútil esfuerzo minucioso
por encontrar las huellas lacerantes
del sudor y el dolor de aquellos hombres
que sufragaron con su vida el arte,
al menos en lugares y milenios
páramos yermos de avances sociales.
Nunca veremos, no, su nombre escrito
en las talladas piedras , ni en la imagen,
ni en el cuadro que admiran nuestros ojos,
ni en partituras que al oído se abren
cuando un artista extrae sus armonías
de sublime esplendor apasionante.
¡De esos oscuros hombres quiero hablaros!
¡Son millones, lo sé! ¡Son incontables!
La humildad cruda de sus existencias
sus nombres, inclemente e implacable,
ha borrado del libro de la Historia.
Mas fue su anonimato inestimable
quien permitió que fueran costeadas
joyas de una belleza imponderable.
¡A vosotros, incógnitos fautores,
mi gratitud más honda y exultante!