Así, sin ningún derecho – o con todo él - llegaron arrasando en la cabeza con los rincones destinados a preservar la memoria. Ellas se tomaron esa atribución sin saber si quiera que lo hacían. Mientras se instalaban en el espacio del recuerdo que les correspondía – por derecho cuando se empieza a querer- fueron limpiando los harapos, los cuadros rotos, las viejas fotos e incluso los trastos sucios que se habían dejado en el olvido en aquel polvoriento lugar. De buenas a primeras ese fatídico y triste espacio fue cambiando de tonalidad. Del grisáceo lúgubre que los muros habían revestido su contextura plana por la falta de uso – y lo malo, uno sabe, lo malo- fue cambiando paulatinamente a colores vivos y cálidos. Incluso el olor de los recuerdos cambiaron de colonia. Y el brillo de los ojos -la fuerza y la verdad del alma- volvieron a encender su fulgor; destellos siderales que conjugan con el azar de un día habernos encontrado para ser, ahora, todo aquello que uno un día dejó de imaginar.