Así me quedé, en medio de todo,
llorando de miedo; pidiendo perdón.
Así me dejaste, llorando en la noche,
tu daga infalible mi pecho cruzó.
Y nada dijiste, y no me miraste,
tan sólo te fuiste y no hiciste más,
y luego me enviaste aquella misiva,
y supe que ya no te vería jamás . . .
Pasaron mil noches . . . pasaron mil días . . .
de tanto llorarte sin llanto quedé,
y un viernes de enero, después de tres años,
se fueron las penas y ya no lloré.
Pensé que era todo, que había terminado
el triste suplicio de tu suspirar,
pero regresaste un día de repente
y sin más pensarlo yo te volví a amar.
Pasaron mil noches . . . pasaron mil días . . .
todo era perfecto; todo era ilusión;
extraña manía de tus sentimientos
el hoy darme un beso y mañana un adiós.
Y sin avisarme, un jueves de julio,
marchaste de nuevo, yo no te importé;
mas todo mi llanto se había terminado,
aunque tú no estabas aquí, no lloré . . .
Pensé: se ha acabado, al fin he dejado
atrás la nostalgia que deja un adiós.
Errores los míos: el haberte amado,
y el creer que sin llanto tampoco hay dolor.
Al menos el llanto lubrica la herida
que deja en el alma el último adiós;
pero hoy que no lloro es triste mi vida
pues sobre la nada, ¡ un náufrago soy !