Copiado de la Revista Tiempo de Fondo N° 35:
EL DÍA EN QUE NOS ROBARON EL TIEMPO
Nadie tiene tiempo para nada. Todos corremos y corremos mientras el tiempo se esfuma cada vez más rápido. Las cosas que hemos creado, la tecnología que debería ayudarnos a tener más tiempo libre, hacen justamente lo contrario. Se acerca el final del año y las cosas parecen aún peores. ¡Hay tanto por hacer, y tan pocos días para lograrlo…!
¿Pero dónde fue que perdimos el control del tiempo? Nadie lo sabe, pero hubo un momento -ya verán que algo de razón tengo- en el que éramos sus dueños absolutos. Fuimos eternos y a la vez efímeros, sin preocuparnos por el próximo minuto. Sin embargo, para conocer aquel pasado de “semidioses”, deberán acompañarme a un momento crucial de nuestra lejana historia ¿Se animan? Miren, no será fácil, aunque pueden obtener una buena recompensa: tal vez conocer el secreto que hemos olvidado y volver a ponerlo en práctica.
Hace sólo 73 mil años atrás (un parpadeo, apenas, en la historia de nuestro planeta), un enorme volcán dio comienzo a la mayor erupción desde que los humanos poblaron la Tierra. En la actual Isla de Sumatra, Indonesia, se abrió una gigantesca caldera de 100 kilómetros de diámetro que proyectó una columna de fuego y cenizas hasta la estratósfera. Inmediatamente, el mundo cambió en forma irremediable.
Las cenizas acabaron con toda la vegetación del sureste asiático, mientras que el resto de ellas se distribuyó por todo el mundo, impidiendo que la luz del sol alcanzara su superficie. El mediodía se convirtió en ocaso y el invierno se prolongó sin interrupciones durante 6 años en penumbras, desencadenando la muerte de animales y plantas por igual, en un período de frío intenso que duró la “friolera” (nunca mejor dicho) de 1800 años.
Nuestra especie, los millones de “homo sapiens” que ya poblaban diversas partes del mundo, murieron en masa. Nuestros antepasados se enfrentaron a la tragedia de muchas formas, sin darse cuenta que aquella catástrofe climática cambiaría para siempre el mundo que conocían y en el cual se habían desarrollado. Hasta ese momento, la especie humana y muchas de sus“vertientes”, parecían los dueños absolutos del planeta, casi como hoy nos lo creemos. Pero esa es otra historia…
Ellos vivían sin tiempo, sin importarles el futuro, porque sencillamente no lo percibían. Tenían todo el tiempo del mundo. Nacer o morir, vivir o dejar de hacerlo, eran solamente contingencias sin la menor importancia. Eran tan “inmortales” como podrían serlo un perro, un gato o un bebé de nuestros días. Sin embargo, eso no les había impedido criar y proteger eficientemente a sus hijos, desarrollar fuertes lazos familiares o ayudarse mutuamente, crear herramientas, cazar y recolectar lo que la naturaleza les ofrecía, compartiendo lo bueno y lo malo de aquellos días.
Sin embargo, el volcán, al que hoy conocemos con el nombre de Toba, acabó con la mayoría de ellos. Aquí y allá, las muertes se repitieron hasta dejar a los primeros humanos al borde la extinción. De los varios millones que poblaban el planeta, sólo unos mil, tal vez unos pocos más, pudieron sobrevivir a la tragedia ambiental en una pequeña zona del África. La evolución humana se redujo a un puñado de individuos habitando el mismo continente que, curiosamente, millones de años antes los había impulsado al desarrollo de su especie.
Esos hombres, mujeres y niños, muy parecidos a nosotros, no solamente lograron sobrevivir al peor de los cataclismos de nuestra historia, sino también resurgieron a una forma jamás antes imaginada. Desarrollaron una nueva perspectiva del mundo, una nueva sensibilidad, y fueron tan exitosos que volvieron a “salir” de su refugio africano para conquistar nuevamente todo el planeta. Nuestros antepasados cambiaron de muchas maneras. No sólo resultaron ser más inteligentes a la hora de enfrentar los problemas, sino que desarrollaron el arte, el lenguaje y hasta el culto a sus muertos. Y comenzaron a preguntarse por su propia existencia. Ya no sólo fueron las experiencias del pasado y la lucha del presente, fueron capaces de imaginar un futuro para ellos y los suyos, y hasta de percibir sus vidas de una manera nueva, dando un enorme paso hacia lo que hoy somos.
¿Y dónde quedó el tiempo? ¿Dónde quedó la “inmortalidad” del pasado? El tiempo siguió estando allí -como lo está hoy frente a nosotros- pero la inmortalidad alcanzó un nuevo plano más allá de la propia existencia física. Avanzó a un lugar que hasta hoy no ha sido superado.
De todas formas, mientras algunos salían a la conquista el mundo, otros decidieron quedarse allí y preservar su forma de vida y,tal vez, su concepto del tiempo, para que, ante una nueva catástrofe, los humanos pudieran volver a aquellas tierras y encontrar las respuestas para sobrevivir…
¿Será la hora de volver de hacerlo?
Aunque parezca mentira, así lo hicieron, y sus descendientes, hoy conocidos con el nombre de pueblo “San” o “Bosquimanos”-que constituyen el grupo humano más antiguo del planeta-, están esperando en esas mismas tierras, su “lugar en el mundo”, a pesar de que en los últimos miles de años hayan cambiado su verde pasado por la inclemente arena del terrible Desierto del Kalahari. Nuestros ancestros más antiguos han resistido a todo y a todos para seguir en ese lugar. Los han tentado de muchas maneras y hasta los han asesinado para “civilizarlos”, robarles su frágil territorio y hasta esclavizarlos en múltiples oportunidades.
Igual que en la Edad de Piedra, siguen siendo cazadores y recolectores, pero rinden culto a la vida de cada animal que deben tomar para seguir sobreviviendo (generalmente antílopes) y nunca matan más de lo que necesitan. Comparten todas sus posesiones y dirimen sus pequeñas disputas domésticas sin violencia. Ríen, aman profundamente a sus familias y cuentan maravillosas historias de un pasado legendario, noche a noche, frente a las fogatas, pasando así sus conocimientos de padres a hijos.
A principios del siglo pasado, un grupo de antropólogos decidió quedarse algún tiempo con ellos para aprender correctamente su lenguaje y tratar de comprender sus costumbres. Fue una oportunidad única, ya que pudieron hablar con ellos, por primera vez, sin “intermediarios”, en un antiguo idioma conocido con el nombre de “joisana”, una forma de comunicación tan primitiva que incorpora “cliqueos”, “besos” y “chasquidos” en sus fonemas.
Quedaron asombrados por su enorme generosidad. Durante muchas noches frente al fuego, los San les hablaron de un universo diferente, complejo y simple a la vez, y de su armonía con la naturaleza a la cual se sentían totalmente integrados.
Sin saber exactamente cómo agradecerles su hospitalidad, los científicos quisieron regalarles algunas de las cosas que llevaban entre sus pertenencias, pero en todos los casos las rechazaron con una gran cortesía. Era algo que nunca habían visto en otras tribus o aldeas africanas.
Según consta en los registros que dejaron los investigadores, a pesar de que esto se repitió una y otra vez con diferentes objetos, uno de los ancianos de la aldea les dio la sensación de que observaba con algo de interés el hermoso reloj que portaba el líder de los expedicionarios en el bolsillo externo de su chaleco, al que consultaba frecuentemente. Obviamente, eso le pareció al antropólogo la clave para quedar bien con él, y por eso esperó hasta la noche, a la luz de la fogata, para ofrecérselo frente a todos, diciéndole que se lo regalaba y que le serviría “para poder medir el paso del tiempo…”
Como en los casos anteriores, el anciano, que como todo anciano ocupa un lugar destacado en su sociedad, lo miró a los ojos y con una sonrisa en los labios se negó a recibirlo. Ante el silencio de todos los presentes, el viejo, en su antigua lengua, le agradeció su acción y le dijo algo que -creo yo- no alcanzaron a entender en su totalidad, aunque lo transcribieron para la historia en su cuaderno de apuntes: “se lo agradezco, pero nosotros no necesitamos medir el tiempo. Aquí somos sus dueños…”
Por Álvaro López Melián
Director de la Revista TIEMPO DE FONDO
* Hace poco tiempo atrás, una nueva expedición de antropólogos, tomando aquellos antiguos estudios como base, quiso saber cómo había “evolucionado” el pueblo “San” en el último siglo. Se encontraron con una realidad terrible: El desierto había avanzado, su agua era robada por varias empresas multinacionales, muchos de sus líderes habían sido asesinados para intentar quebrar su unidad y las enfermedades de la “civilización” -cada día más cercana- los había diezmado. Sin embargo, a pesar de su innegable sufrimiento, permanecían en el mismo lugar de siempre y la cita de cada noche frente al fuego, junto al amor de sus familias, seguía siendo exactamente la misma. El tiempo -creo yo-, a pesar de todo, aún les pertenecía.