Llega tarde,
(a una hora incierta).
No es noche ni es día.
Jirones de sombra luchan contra las garras del claro.
Se aproxima.
No le habla con palabras,
sí, la elocuencia del gesto.
Ella, caracola durmiente,
le presiente, teme… ansía…
Se confunden los contornos del cuarto que la cobija.
No hay más centro que los ojos del que llega,
(que ella aguarda)
y esos dedos que se estiran entrecruzándole el pelo
la largura de su cuello
la redondez de sus hombros
y la tibieza del seno,
no son sólo del extraño: son sus manos
(cuatro a un tiempo)
que rebordean su vientre
y el ancho de la cadera.
Suaves resultan los muslos
ante el ardor de las yemas.
Calientes nalgas morenas
y húmedo el entrepiernas
a la espera del aliento
que se acerca… que ya llega
cuando ya no queda un nudo
que desatar en la hembra.
¡Que se quede!
¡Que no marche!
Que siente aun el mareo,
el vértigo estremecido,
el pálpito desatado,
incrustado en medio pecho.
¡Que se trague el canto el gallo!
¡Que la luz declare huelga!
Que no despierten al “otro” (el que a su lado duerme)
que no le roben el goce, que sin él …es estar muerta.
Que la dejen permanecer, para siempre
en la hora incierta.
Amanda Espejo Quilicura / julio - 2013
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