Los dos cogidos de la mano. Caminan a pequeños pasos por el jardín, mirándose a los ojos, apurando el brillo de sus miradas hasta el punto mismo en que muere la luz de la tarde, como si esta nueva oportunidad de amar fuera a gastarse en cualquier momento, a resquebrajarse como muchos sueños en sus vidas. Saben ahora que no existe futuro, que el hoy es lo único que poseen y lo disfrutan y lo saborean, como la fruta del tiempo o un pastel recién horneado. Lo saben ahora, en este mismo instante en que la tarde empieza a pardear y ella siente frío y él le presta su chaqueta y se vuelven a mirar con fervor y él la besa castamente en el pelo. Ella sonríe y ya no se acuerda de aquel que la rompió por dentro, a pedacitos, como a una marioneta de cartón; del frío de su alma, de las lágrimas congeladas antes de caer. Él la abriga pasándole el brazo por su hombro y ya no recuerda el duro oficio, los ascensos, el triunfo, la falta de tiempo para nada, el abandono de si mismo, de la familia, de sus sueños… la caída hacía el abismo.
Hace frío en el jardín. Sus ojos gastados por el tiempo aún se esfuerzan por retener el último brillo de la tarde, el murmullo de las hojas, el aroma de las flores, la continuidad de sus promesas. Los dos cogidos de la mano se pierden en las sombras del crepúsculo, antes de que cada uno regrese a su propio mundo, a sus patios interiores llenos de eclipses y laberintos. Y antes de que las farolas puedan desvelar su secreto, él la besa una vez más en la frente temblando de cariño y ella le entrega una nota, tal vez su poema de amor más romántico. Así, como dos adolescentes, sintiendo aleteo de mariposas bailando en sus estómagos; antes de que la noche extienda su mantón ajado de otoño y se trague su historia de amor ya maduro. Antes de que el amanecer los señale como malditos, sólo por tener ilusión más allá del fuego y la alegría del verano.