Estaba ahí sentado, en el tercer asiento detrás del conductor, del lado de la ventanilla; con la pena a cuesta, el transporte diario y la soledad de compañera. La mente se me escapaba más allá de las montañas cubiertas de nubes oscuras. Mundos extraños de incontables personajes me esperaban del otro lado, como todos los días después de las seis y media de la tarde, al salir del trabajo, para comenzar con mi escape aburrido y programado. Durante el viaje se cruzaban todo tipo de obstáculos que distraían mi concentración en los diálogos infinitamente corregidos que se dicen mis mejores creaciones. A veces una luz intermitente en algún edificio lejano o algún helicóptero que se olvidó deliberadamente de que yo estaba soñando -olvidando-, se presentaba a mi vista para devolverme a la realidad. Estos cambios de escena suelen ser poco sutiles y demasiado frecuentes.
Poco antes de cruzar los límites de la ciudad, el conductor se detuvo con premura insólita, por lo cual se ganó la propina de varios pasajeros que no dudaron en expresar sus mejores deseos, para él y su progenitora ausente. La puerta del vehículo se abrió y se escucharon un par de zapatillas que abordaron los escalones de la entrada, con cierta dificultad. Una voz dulce y singular se escuchó un tanto apagada por los caballos de fuerza del motor Dina, que rugía feroz para continuar con su marcha. El agradecimiento para el conductor no se hizo esperar, y compensó todas las descortesías proclamadas segundos antes.
La mujer que abordó no era visible ante mis ojos, pero definitivamente rompió los lazos que tenía con los versos dentro de mi memoria. Su destino era similar al mío, después supe que sólo difería por unos minutos de camino. Aunque mis ojos seguían aferrados al mundo más allá de la ventanilla, mis demás sentidos se preguntaban cómo sería la dueña de esa voz gentil y risueña. ¿Qué lugar escogería para sentarse? Haciendo uso de la más detestable de mis actitudes, me convencía amargamente de que no sería conmigo.
Durante los más infantiles reproches entre mi consciencia y un complicado razonamiento, y sin la más mínima preocupación de lo que me consumía por dentro; Natalia se detuvo frente al asiento del pasillo y me preguntó si podía ocupar el lugar vacío. Mi respuesta fue tan nerviosa que aún no consigo definir si sólo moví la cabeza o pude emitir un par de sonidos guturales que intentaron convertirse en palabras. Describir su belleza y encanto, sería como hacer que un niño explicara la emoción que siente al descubrir el cariño de su madre. Las palabras se me escapan y me asaltan los suspiros cada que recuerdo el momento en que nuestras miradas se encontraron. Ella dijo:
--Hola, me llamo Natalia, ¿también vas rumbo a Lomas Lindas?
Lo que contesté no lo recuerdo, pero la charla fue tan amena que la hora y media de viaje se convirtió en unos cuantos minutos que a su vez se esfumaron en un instante al ver que Natalia se despedía. Y de nuevo dijo:
--¿Nos vemos mañana a la misma hora en la parada de la autopista?
Después de apuntar su numero de móvil, en mi rostro se grabó una sonrisa con mancha de acero. Regresé flotando hasta mi casa y el aroma de su perfume me acompañó todo el trayecto. Sigo sin profetizar algún posible desenlace, pero creo que después de hoy, no podré ver igual mi suerte.
Baltazar Itiel