Acariciaba la rosa,
mientras construía un refugio
para el caos que sucedía fuera.
Conocía la noche junto con sus demonios y oscuridad.
Sabía de mentiras que parecían singulares
y de inventivas que solían rescatarlo
de eso, que lo atormentaba en sus pesadillas.
Como catapulta alejaba la dicha de si,
y gemidos indecibles nacían de su piel.
Ese cuerpo que la había sentido,
que la había amado y deseado,
ahora se contorsionaba en el infierno de haberla perdido.
Amargas lágrimas
que no conseguían su alma aliviar,
melodías silenciosas
cuyas palabras solo le recordaban su boca,
sus labios, su piel y con la pasión que la había predestinado.
La necesitaba
más que a la gloria infinita de seres irreconocibles,
voces huecas que le hablaban de palabras que no conseguía discernir.
La anhelaba
deseaba hallarse en su mirada,
fortalecerse en su pecho y reposar en su calor.
Pero la había perdido.
Por la amargura de su alma,
la estupidez de su corazón
y el orgullo que no lo había permitido verla
como lo único que había valido la pena en toda su vida.
Al presente veía la rosa en su mano,
se había marchitado,
no era más que algo muerto.