(Managua, 17 de mayo de 2006)
Cuando juntaban mis manos las manos de mi madre y, en una oración casi balbucida,
te hablaba, tú me mirabas sonriendo porque entendías mis palabras.
No recuerdo lo que te decía. Sólo esas manos calientes que cubriendo las mías
me enseñaron a rezarte.
¡Madre!
Cuando siento la pesadez de la incomprensión y el desencanto de los sueños no realizados, te necesito madre. Sigo siendo ese niño con las manos juntas, apretaditas, pidiendo de ti lo que siempre sabes dar y que nadie te enseñó: Amor.
Cuando estoy alegre y me siento el dueño del mundo, no te busco y te dejo en el rincón de tu cuarto, olvidada.
¡Ay Ingrato de mí!
¿Y tú, madre mía?
Siempre esperando, dispuesta a perdonar... a recomenzar.
¡Madre!
Gracias por enseñarme el camino hacia la Virgen María.
Dos madres tengo yo.
En esta vida, madre Modesta –es su nombre-
Mujer fuerte como roble, como leona, pleitista y sonriente, trabajadora y enferma, mi madre modesta –es su cualidad-
Y en lo alto de los cielos, allá en la eternidad del Padre,
Mi madre María –es su nombre-
Santa, cariñosa, comprensible, tierna y con manos abiertas –como queriendo abrazar-
María, Auxiliadora, Virgen –es su condición-
Gracias Modesta, gracias María Auxiliadora.