Dicen que podremos superar esto. Y tal vez, algún día le crea a la niña que me lo dice desde un retrato.
Ay amor. Qué deuda tienes con la vida.
He muerto tantas veces en la viruta de un beso, que de tanto amor, en esta muerte, vivía.
El olvido se parece a un río meciendo la hojarasca de cualquier otoño. Nadie recuerda el valle, solo la hoja seca que deshizo el paisaje. De otro recuerdo.
Para qué fallecer en la anatomía de mi espejo. Estoy sola mientras me cuento de mi dolor. Estoy sola hasta que descubro que el silencio, de nuevo se lleva, todo lo que soy.
Nunca estuve. Había alguien. Se pintaba los labios y diluía su tristeza al apagar la lámpara de su mesita de noche.
Se despierta. Sus labios son dos cuervos, que se llevaron su corazón.
Miradas de invierno. Iris de sol. La lluvia se parece al párpado que no puede clausurar el color de su nada. Oscuridad de la que me enorgullezco. Falso vestigio del dolor.
Y si ves a su boca, ella podría imitar el día en que la palabra descubrió la tonada del vacío.
Dos-tres. Tango que aborrezco al anunciar mi delirio, el inicio del poema. Que nunca termina. Extensión de mi mano, dedo que mueve el cenicero. Tabaco que esfuma la imagen de quien no regresa a la mentira que creó. Yo no fui ella, dirá la que escribe, y volverá a buscarse en lo que nunca escribió.
Yo no fui la que gritaba. Laberinto de voces que nunca escuchó. Cuando la poesía era un patio para construir un cementerio. Se mentía a propósito e imaginaba en él, la casa que siempre soñó.
Quiso construir una piscina y junto a ella, leer un libro. O para fingir que dentro de su suicidio, había una idea de hedonismo, planificada con anticipación. Pero llevó a su amante, rozó su abdomen y le llevó una copa. Se quedó dormida. Al despertar, recordó que estaba loca. Su amante nunca existió.
Poema antípoda de su propio verso.
Desnudez que no encuentra su cuerpo.
Poema que elijo. Poema que no soy.