HERMINSON YULE RIASCOS

EL TRAJE DE LA LIBERTAD

Había que cambiar el traje del dolor,

la luz a la continua oscuridad

que llegaba con su brazo

cargado de esclavitud.

No se podía caminar por las calles

con la cabeza en alto,

mirando la cara osca y sucia del caporal.

¡Ay¡ del cuerpo y la sangre del que olvide

su cuna y su posición -hórrida centella

que lacera su armazón sin tocar el alma-.

Todos preguntaban por la igualdad

pero nadie respondía, era una utopía

pensar en correr como el viento

y cantar como él en la alameda

con los árboles como cítara.

Había que estar triste y empapado en sudor,

de esas incoloras perlas que bañan la piel

y que duelen en el alma cuando un carmesí

surco rompe su camisa.

Un tormento nuevo era cada día

y lo tenían que pasar respirándolo

y masticándolo sin queja ni llanto,

por que el llanto se fué de los ojos

para sembrar odio en el corazón.

Y llegó el día distinto, raro e inefable

que colmara la paciencia en que un cobarde

se hartó de serlo y tomó la calle principal

lodosa y ocre, mirando de frente.

Ahora sí hubo llanto y gritos desesperados

por el suicida que cambió de traje 

y puso a estrenar a los demás.

El sólo saco de su bolsillo todo el peculio

del mundo para arrasar la soledad opresora.

Ese día, se fué yendo despacito

mientras rayos partían su cuerpo

y fibrinales rios dejaban escapar su ira

a cada boquete de su desnuda camisa.

Le enroscaron los pies y cayó, 

de nuevo se puso en  pié y de sus ojos 

brotaban chispas en la estancia.

Ni un ay, escapó de su boca ni su mole

tocó tierra denuevo, hasta que no comprendió

más y se fué entregando la llave en el alma

de los muertos en vida, encendiendo 

una llama sin lenguas ni calor, pero capaz

de calcinarlo todo y su lumbre afloró

en el pecho que hechido de un extraño 

salvajismo se apoderó de las manos

y escapó de ellos para acabar la oscuridad.

Alzaron todos la cabeza y vieron el cielo 

tan azul que con aquella apariencia

no lo conocían y se dieron cuenta

que la vida es sólo una, una bandera

que hay que izar como las demás

para que el viento que a todos nos acaricia

no se olvide de nosotros.

Desde entonces cada quien enterró sus muertos

y sus temores, y hoy van por la calle

hombres nuevos, ¡nuevas esperanzas¡.