Entonces te decían tus mayores
que caminaras con los pies derehos
porque si no tus piernas quedarían
torcidas sin remedio para siempre
(pero estaban pensando en los zapatos).
Era la hora de la opción: podías
enderezar los pies con sensatez
(y empezar a labrarte un porvenir)
o andar según el cuerpo te pidiera,
entrando así a la senda de los casos perdidos
para siempre jamás
(con siete años).
Era la hora de la opción y optaste:
ahí se terminaba la libertad sin precio.