Hubo una blanca nube sublimada
‒nieve radiante
que mil rayos de sol atesoraba‒
aquella tarde,
joyero de promesas auguradas,
que, vigilante,
sus primerizos besos contemplaba.
Hubo nubes rosadas vaporosas
‒gasas festivas
que los vientos batían como olas‒
los largos días
de sus tiernas vivencias amorosas
en armonías
que hoy sus mentes guarecen y atesoran.
Hubo nubes de un rojo arrebatado
‒llamas ardientes
prendidas por un sol arrebolado‒
cuando, candentes,
gozaron en instantes desbocados
que, al fin, inertes,
les hundían en plácidos letargos.
Hubo nubes de un gris amenazante
‒nimbos plomizos,
de granizo y de lluvia rebosantes‒
que, en días fríos,
helados por enfados lamentables,
de un gris sombrío
tiñeron fatalmente sus semblantes.
Y hubo al fin nubes de negrura horrible
‒hoscos cipreses:
negra la fronda y negras las raíces‒
que acerba muerte
al amado portaron insensibles
y que, atrozmente,
hundieron a la amada en lo insufrible.