Era primavera y el campo se llenaba de flores, muchas de ellas silvestres –malvas, amapolas, lavandas y también un simple diente de león, igual de hermoso y que, en su hermosa blancura, destacaba en medio de aquél paisaje. Sin embargo, él no se creía tan simple, se sentía muy especial debido a la complexidad de sus flores -al final en su primer año- estaba descubriendo todo el esplendor que él imaginaba, un día, llegar a tener.
Ya había experimentado el sabor del rocío por la mañana, el sol con la fuerza comedida al medio día, la brisa de la tarde y la lluvia que se auto-invitaba a cualquier momento. Todo era placentero, incluso sus vecinos más cercanos con que mantenía longas charlas.
Observaba también a los pájaros e insectos que, en sus tejemanejes iban y venían, sin que él pudiera entender bien el por qué y además a él no se le acercaban, lo que le intrigaba profundamente, pues le gustaría probar esa experiencia alguna vez. De todas formas le gustaba esa película de acción que se mostraba delante de sus ojos.
Estaba ya por cumplir su primer año, y se le veía muy satisfecho consigo mismo, en su forma, color y esplendor.
Pero no sería un día cualquiera de los que había vivido hasta entonces. El no lo sabía, ni se lo imaginaba, pero sí la naturaleza cuya esencia es la sabiduría. Empezó como una brisa suave y poco a poco fue creciendo en su intensidad. El diente de león empezó, entonces, a preocuparse. Dejaba que el viento lo doblara y no oponía resistencia, pero el temor y la rabia acabaron adueñándose de él. El viento soplaba y soplaba. Una a una de sus flores iban siendo “arrancadas” por esa fuerza desconocida, hasta casi dejarle al desnudo. Y así se encontró, interior y exteriormente: un tallo desnudo. Desnudo y triste.
Amigo: — le dice una amapola cercana— lo siento por tus flores y no debes entristecerte. Quizás te haya preguntado por qué ni los insectos ni los pájaros se acercaban a tus flores. En la naturaleza todo tiene su función, su medio y su fin. Obedecemos a un engranaje cuyos ejes son distintos de unos a otros.
Para ti, el viento que sopló lo hizo por cumplir su meta, y así esparcir tus semillas en el campo para que puedan germinar, lo mismo que hacían los insectos o los pájaros en las otras flores. Tú no habías probado esa experiencia dejando que el temor y la rabia se adueñaran de ti. Creo que has aprendido que hasta la mayor ofensa que podamos percibir, si la tomamos con amor, carece de importancia porque el propio perdón ya se instauró en ese momento. Solamente la verdad nos hará libres —concluyó.
Y la lluvia, dulcemente, acarició aquél diente de león…