- ¿Pensaste cuándo vas a viajar? me dijo, mientras se sentaba a mi lado.
-Estaba pensando que quizás podría el jueves o viernes de la próxima semana, así ya entrego y cobro antes… aunque lo podrías hacer tú.
-¡Me parece buena fecha Nena!
Así quedó establecida la fecha, y mientras bordaba y bordaba ella continuaba las tareas, se preocupaba de mi valija, del vestuario, el calzado lustrado, el telegrama para anunciar el día y el regalo para las tías. Por las noches cuando ponía mi cabeza sobre la almohada de fundas planchadas con almidón, me asaltaban dudas y algún temor sobre cómo sería viajar sola en el tren, y sobre cómo sería mi vida en un lugar extraño. Y llegó el miércoles previo a la partida; el despertador sonaría para ambas pero yo pensaba no dormir. No quería perder el tren. Igual el sueño me venció y fue ella quién me despertó, con el tiempo suficiente para que tomara un desayuno y guardara un trozo de torta que me hiciera para el viaje. Sabíamos que en ocasiones el tren no tenía servicio de venta de alimentos y refrescos, por lo que era conveniente llevar algún alimento y algo para beber. Cuando estuve lista paseé la mirada por mi habitación, y en un acto apresurado fui hasta la cajita de música y la volqué sobre la cama. Tomé los anillos de mi madre, el reloj pulsera y la cadena de oro que me regaló mi padre cuando cumplí quince años y me los puse. No era mi costumbre usarlos, pero el viaje a la capital lo justificaba. En la puerta de la habitación Rosita me miraba y pude ver un brillo diferente en sus ojos.
-¡Vamos Nena! me dijo.
Salimos casi en silencio de la casa. Ella quiso llevar la valija, y yo mi bolso pequeño y la cartera. El peso del equipaje y lo pedregoso de la calle nos obligaba a caminar despacio. De tanto en tanto le pedía la valija. Ella se resistía pero el reuma la doblegaba. Íbamos muy abrigadas y bajo la sombra de los plátanos se agigantaban nuestros cuerpos. No estaba acostumbrada a caminar de noche por las calles poco iluminadas. Me producían temor los gruesos troncos, porque pensaba que podía haber alguien escondido. Se hablaba de un hombre que asustaba a mujeres, al que le llamaban Sátiro. El movimiento de las ramas hacía bailar las luces del alumbrado, produciendo formas fantasmales en mi imaginación. Eran las cinco de la madrugada, solo se escuchaban las voces de otros peatones que se dirigían a la estación, y el chirriar de la bicicleta de algún trabajador tempranero que nos cruzaba. Los escasos vehículos que pasaban levantaban nubes de tierra. El recorrido no insumía más de quince minutos, pero pareció más largo que cuando alguna noche de verano, lo hacíamos para ver llegar el tren y los pasajeros; un entretenimiento que compartíamos con una vecina y su hija. Al llegar a la estación descansamos antes de entrar; nos sacudimos las minúsculas gotas de rocío que se habían quedado detenidas en la pañoleta que nos cubría la cabeza, y los hombros de los abrigos. Me dirigí a la boletería para comprar el pasaje mientras Rosita atendía el equipaje. La estación continuaba recibiendo gente. En poco tiempo estuvo colmada de viajeros, de acompañantes y bultos de todo tipo. El movimiento de los trabajadores del riel era incesante. Corrían cargando los bultos mientras personas de todas las edades, esperaban con impaciencia que se abrieran las puertas del vagón para ascender. Rosita me arreglaba el cabello, mientras me pedía que le enviara noticias; un telegrama, que tratara de disfrutar el viaje, que me cuidara y que no me preocupara por ella.
A todo le contestaba que sí, aunque mi mente ya estaba viajando. Cuando abrieron las puertas, muchos de los que estaban sentados en la sala de espera corrieron para subir, cual si pensaran que podrían no poder viajar. Después me di cuenta que buscaban un mejor lugar, ya sea para poder ver, o para descansar. Nos abrazamos y dos besos en cada mejilla coronaron la despedida. Cuando hube subido me alcanzó la valija y ya no la volví a ver; porque debí ocuparme de acomodar el equipaje que en ese momento me resultó excesivo.
Este viaje no sería igual a los demás; lo intuyo al subir al viejo vagón e ir abriéndome paso entre los acompañantes de los viajeros, que me parecieron imprudentes, al obstaculizar el tránsito de quienes queríamos llegar a un asiento y colocar los bolsos, maletas o valijas en los portaequipajes. Logrado este propósito respiro hondo. Echo una mirada a quien será mi acompañante durante el viaje, que durará entre tres a cuatro horas para llegar a destino. Me ubico lo más cómoda que puedo, dejando afuera del bolso de mano la revista, que más tarde me servirá de entretenimiento cuando ya haya pasado el guarda para controlar los boletos. Con estridentes silbidos el tren deja atrás la estación, los pasajeros ocupan sus asientos finalizando de acomodar las pertenencias. A poco de haber partido, el circunstancial acompañante se levanta y se traslada hacia otro asiento que permanece libre. Se recuesta dispuesto a dormir. Tal vez necesite reponerse del trasnoche. Esa era la impresión que me da. No me desagrada la idea de viajar sola en aquel asiento acolchonado. Quizás yo también pudiera recostarme con mayor comodidad cuando mi cuerpo lo exija. Con curiosidad observo a los otros pasajeros. Descubro a una señora de mediana edad con un niño que se disponen a jugar a las cartas; una pareja que podrían estar en viaje de luna de miel, y la anciana vestida de negro que me devuelve la mirada quizás esperando una palabra, o una invitación al diálogo. Intento concentrarme en la lectura, pero el silbato y el traqueteo del tren no me lo permiten. Inesperadamente me encuentro adormecida recordando mi vida pasada. La tristeza me embargaba y trataba de quitármela haciendo el viaje. ¡Ojalá lo lograra! Desde la muerte de mi madre la familia comenzó a desmembrarse, y mi padre con gran esfuerzo trató de mantenerla unida; empero decidió llevarme en calidad de pupila al Colegio de las Monjas, que distaba unos treinta kilómetros, a través de un camino que no ofrecía las mejores condiciones para transitarlo. Allí me cuidaban de lunes a viernes encargándose de todo lo referente a mí educación, incluida la enseñanza de las labores como el tejido y el bordado. Mis hermanos Santiago y José continuaron junto a él, aprendiendo y colaborando con los trabajos de la estancia. Se habían educado en la ciudad bajo la tutoría de la abuela materna, que partió antes que mamá. Después concurrieron a una escuela agraria, pero abandonaron el estudio. En la estancia se unieron al trabajo de los peones, sobre todo en el manejo y cuidado de los animales. También con ellos se divertían y los fines de semana iban a la ciudad. A veces ésta los retenía, y así provocaban el enojo de nuestro padre que debía cubrir sus tareas. Cuando regresaban solo les decía sin demostrar su contrariedad o enojo: “Muchachos, ¡esto hay que atenderlo; las fiestas pueden esperar”!
Así era él, trabajador y metódico; solo descansaba cuando una vez al año nos llevaba a toda la familia en el auto a Montevideo. Allí disfrutábamos de la playa, concurríamos a los cine y paseábamos por la ciudad, alojándonos en un hotel del centro que estaba en 18 de Julio y no recuerdo cuál otra… ¿Cómo se llamaba el Hotel…? No puedo recordarlo.
Al faltar mamá me convertí en un ser taciturno. Sólo me sentía feliz cuando papá debía viajar a Montevideo por algún asunto de la estancia, porque visitábamos a sus hermanas que emigraron, luego de recibir los bienes de la sucesión. Fue cuando pudieron comprar el apartamento en el pujante barrio de Pocitos. Vivían solas, usufructuando las rentas de campos arrendados y trabajaban en unas oficinas, de no sé qué Empresa. Insistentemente le decían a mi padre que me dejara bajo sus cuidados, así podría continuar estudiando. Él les respondía que no, porque deseaba que me criara junto a mis hermanos.
En realidad el contacto con los mismos, sólo se producía a la hora del almuerzo… porque les exigía su presencia. Allí se planteaban conversaciones y discusiones de las que no participaba por ser mujer, además de la menor. Estas me producían gran incomodidad y disgusto, ya que solían salir del comedor golpeando la puerta, provocando mayor enojo en papá. Yo buscaba sus brazos donde por un rato me mantenía abrazada. Me acariciaba el cabello diciéndome alguna vez: “¡Pobrecita”! Me daba un beso en la frente y me decía: “Vaya a ver qué hace Rosa”. Dejaba su sillón de cuero y se dirigía al cuarto para hacer la siesta. Allí permanecía encerrado hasta alrededor de la hora diecisiete. Luego iba al galpón dónde el capataz, hombre de su confianza, le esperaba con el caballo ensillado.
Cuando me quedaba sola en el gran comedor, deambulaba. Miraba el cristalero que hacía tiempo no se abría, los retratos que colgaban de la pared, y luego buscaba a las mujeres que mantenían y llevaban adelante la vida de la familia. La más vieja, Juana, era la esposa del capataz. Ellos vivían en la casa anexa, y la más joven, Rosa, tenía su cuarto con baño dentro de la casa porque ayudaba a mi madre con mis cuidados. Entre las dos empleadas existía una gran amistad y compañerismo.
Mi padre me recordaba que me dirigiera a ellas, para solucionar cualquier cosa que necesitara. En realidad yo era bastante independiente; las monjas me habían educado así. Trataba de no molestarlas salvo cuando les pedía que me ayudaran a preparar la bañera, o que me desenredaran mi larga y crespa cabellera.
Cuando así ocurría cerraba los ojos para imaginar que estaba con mi madre…pero de ellas no tenía su perfume.
Un día luego que mis hermanos se retiraron del comedor, mi padre me comunicó que había pensado comprar una casa en la ciudad para que viviera allí con Rosa. Me dijo que se sentía cansado y que le aquejaban algunas dolencias, por lo cual le resultaba cada vez más dificultoso el trasladarse. Yo no tendría que ir a la estancia todos los fines de semana, y él tendría un lugar donde quedarse cuando le fuera necesario. Me sentí feliz y muy ilusionada, porque iba a tener la posibilidad de ir al cine con mis compañeras del colegio. Fue así que comenzó a delegar algunas tareas de administración en mis hermanos, bajo la colaboración de Julián. Al siguiente viaje fuimos a ver a su escribano, para que le buscara la casa que necesitábamos. Al poco tiempo se produjo la compra de una casa grande y cómoda, que amuebló pensando en los tres. Cuando Rosa se enteró se puso muy contenta, y accedió a trasladarse y a hacerse cargo de la casa. Entonces dejamos de ir a la estancia salvo en alguna ocasión. Rosa colocaba las cortinas, lustraba los pisos, cocinaba, mientras trabajaba tarareaba alegremente letras de canciones que escuchábamos por radio. Después íbamos a hacer las compras con el aval de mi padre. Cuando él venía de la estancia ella podía ir a visitar a su familia, y yo iba como invitada a la casa de mi amiga Beatriz. Una vez, su madre me invitó para llevarme con ellas a Montevideo. Viajamos en tren y nos quedamos tres días durante el carnaval. Fue una gran experiencia por ser la primera vez que no iba en auto; ni en familia. Durante este viaje conocí otros aspectos de la vida de una ciudad grande. Me sentía tan feliz que durante el día casi no recordé a mi madre. Cada vez la capital me gustaba más. Me atraían las luces, los tranvías, los comercios con sus atractivas vidrieras y todo su movimiento.
Hacía una semana que mi padre estaba en la casa. No se sentía bien. Debía hacerse estudios médicos, así que aprovecharía ese tiempo para dejar a los muchachos solos y ver cómo se manejaban sin él.
Cuando regresé me sorprendí al ver a Julián en casa. Vi a mi padre con el ceño fruncido y supe que algo no estaba bien. Disimuladamente traté de saber lo que ocurría. Continúa mañana (12/12/2013)