. De pronto una voz me solicita permiso para sentarse junto a mí. Levanto la mirada y me encuentro con una joven con la cabeza cubierta con un pañuelo. Me pregunto: ¿Dónde subió? ¿Acaso partió del mismo lugar que yo y estaba en el otro compartimento? Más tarde tal vez lo sabría.
Hacía frío y así como yo no me había desprovisto del sacón de paño, ella mantuvo su poncho tejido en lana cruda. Lo que me llamó la atención fue el bolso que portaba porque me pareció muy pesado para su físico, además de una cartera de cuero como las que usan las señoras mayores. Debajo del pañuelo se escapan hebras de cabello castaño claro, y una gruesa trenza delata su abundante cabellera. Nuestras miradas se encuentran y ambas sonreímos, sabiendo que ya está entablada la comunicación.
-¿Hacia dónde vas? le pregunto.
-A Montevideo porque me espera un trabajo en la casa de una familia rica.
-¿Cómo te llamas?
-Dominga. ¡Qué suerte que el tren pasó en hora! Yo me levanté bien temprano, antes de que se levantara mi padre y mi hermano. Vine a la garita casi corriendo porque no quería perderlo; además tenía que cambiarme el calzado mojado por el rocío.
Su voz me transmitió gran ansiedad ante este comentario y en mí se originó un pensamiento.
Le pregunto si conoce Montevideo y me contesta que sí, porque la hija de los dueños de la estancia y su maestra le habían hablado mucho sobre la ciudad; que sabía que era muy distinto al lugar donde ella había vivido toda su vida. Frente al comentario de que era muy joven para viajar sola me contesta:
-Ya cumplí 19 años, sé leer y escribir porque los patrones de la estancia llevaron una maestra que era la esposa del administrador. Me enseñó junto a la niña de la casa que es cuatro años menor que yo. Luego ella se fue a estudiar a Montevideo, a un colegio donde pasaba todo el año hasta que llegaban las vacaciones.
El traqueteo del tren, hace que de tanto en tanto me sumerja en una especie de efímero sopor. Allí está mi compañera de asiento con sus ojos color miel, mirando a través de los vidrios cómo va llegando el día. Envueltos en la niebla se pueden apreciar animales, un hombre a caballo, un tajamar y muy a lo lejos una casa. -“Voy a extrañar esto… comenta casi en susurro”.
-¿Por qué te vas?
- Mis padres trabajaban en la estancia desde antes de que yo naciera. Llegaron con mi hermano de cuatro años. Mi madre cocinaba, limpiaba y lavaba la ropa de los patrones; mi padre es un peón que hace todo tipo de trabajos: ordeña, cuida los animales, arregla el alambrado para que no pasen a otro campo, y cuando tiene tiempo hace quinta en un pedazo de tierra. También cría gallinas para tener huevos y pollos.
Mi madre pasaba casi todo el día en la casa grande. Nos daba de comer en la cocina donde Doña Alcira preparaba la comida para la peonada. Antes vivía con su familia en otro puesto de la estancia. Ahora vive sola en una pieza al lado de la cocina. Ella me enseñó a lavar la ropa, a cocinar, a hilar y tejer la lana de cabras y de ovejas que crían en la estancia. También le enseñó a Margocita que es la hija de los patrones. Primero hicimos ropa para las muñecas que nos regalaron un día de Reyes. La de ella era grande, tenía la cabeza, piernas y los brazos de loza, con el cuerpo relleno de algodón. La mía era igualita pero más chica. Eran como ella y yo, de distinto tamaño y diferente color de ojos. Ahora la llevo conmigo. Está viejita y no pude dejarla. ¡Es la única que he tenido! Doña Alcira nos enseñaba y nos decía: “Así después cuando sean grandes hacen la ropa para ustedes y sus hijos. Doña Alcira y la maestra Mercedes, nos enseñaron muchas cosas… como que hay que ser prolijas, cuidar los dientes, cortarse las uñas y no andar con la ropa rota. Nos decían que las agujas, el hilo, los botones y el elástico no tienen que faltar en ningún hogar”.
La escucho en silencio. Sólo la miro mientras continúa regalándome su historia, casi en un monólogo. De tanto en tanto miramos hacia afuera mientras desempañamos el vidrio de la ventanilla, con mi toalla de manos. La niebla aún lo envuelve todo pero pronto comenzará a levantarse. Se me hace difícil mantener la conversación, me vence la modorra producto de la madrugada y del traqueteo del tren. Con los ojos entrecerrados intento seguir su conversación. –“Mi mamá lavaba la ropa y la blanqueaba al sol. Después pasaba horas planchándola y guardándola en los roperos de la señora, hasta que no pudo trabajar más porque se enfermó. Hace poco más de un año que murió en el hospital”.
El comentario hace que me despabile; no puedo contenerme y la interrumpo. ¿De qué murió tú mamá?
-No sé bien de qué enfermedad, algo de la panza según escuché. Yo me acuerdo de ella siempre trabajando y llamándome: “¡Mingaa! ¡Minga! ¿Dónde estás? ¡Vení enseguida que te preciso”! Yo iba corriendo para ayudarla a acarrear el agua para el lavado.
El silbato hace que las cabezas de los pasajeros se muevan cual antenas, para detectar qué lo motivó. Parece que sólo fue un saludo a trabajadores del campo.
-A veces mi padre o mi hermano traen del arroyo un tanque con agua, pero ¡la más linda para lavarnos la cabeza es la del aljibe del patio de la casa grande!... Una vez a la semana mamá llevaba un balde para lavarme la cabeza, porque el agua del pozo ¡sí que es salobre!... con esa…el pelo queda duro y parece sucio.
El tren ha cambiado el ritmo de la marcha; parece que va a detenerse. Todos estamos expectantes ¿por qué lo hará si no hay ninguna estación ni parada?
Dominga continúa. “La maestra me dijo que en las ciudades no hay que ir a buscar el agua al arroyo… ni sacarla del pozo o juntarla en el aljibe. Está en las casas y hasta puede salir caliente ¡qué lindo! verdá?
-Sí, es muy lindo y cómodo, le respondo. Ella continúa presa de sus recuerdos, casi para sí.
-A mí me gustaba cuando mi mamá me lavaba la cabeza, y después me peinaba con agua con limón para que me quedara con brillo y sedoso ¡Me lo dejaba bien bonito! Después me hacía moñitos con papel que le pedía a la cocinera…el de los paquetes que traían del almacén del pueblo. ¡Me hacía unos rulos! Yo no sé hacérmelos por eso me peino con trenzas. La maestra Mercedes… cuando me veía con los rulos me decía: “¡Pareces una princesita!”
-¿Qué edad tenías entonces?
-No me acuerdo, diez o doce años.
El tren se detiene. Minutos después se abre la puerta, y un aire frío corre por el vagón. Pronto aparece el guarda llamándonos la atención para que lo escuchemos. -“La máquina sufrió un desperfecto, que esperamos se pueda solucionar. Les pedimos disculpas por la demora”. “¡Gracias!”... respondimos por educación, más que por un sentido agradecimiento. La conversación se interrumpe. Retraída en mis pensamientos observo el paisaje que es bien diferente al de los campos que conozco.
A ambos lados de la vía se pueden apreciar los campos pedregosos, donde se alimentan ovejas, y algunos vacunos. Estamos atravesando un mar de piedras. Seguro que es el departamento de San José. El sol ilumina el paisaje, confiriéndole un aspecto subyugante por sus formas y colores.
Recuerdo a la maestra de Dominga dedicada a la educación de las dos niñas, y le pregunto: ¿-La maestra sigue en la estancia?
-No, ella se fue con su marido cuando la niña Margocita se fue a Montevideo a estudiar. Yo ya había aprendido a leer y escribir. Presurosamente saca un libro de su cartera y me lo extiende. Sus ojos brillan iluminándole el hermoso rostro. Lo tomo y abro. Siento como si lo estuviera profanando. Sus páginas envejecidas me dicen que han sido muchas veces leídas. Se trata de un ejemplar de “Campo” de Javier de Viana.
-Me lo dejó de regalo… Fue el primer libro que leí.
Lo ojeo y no puedo abstraerme de leer la dedicatoria. Una profunda emoción conmociona mi ser. Allí había quedado estampado el ferviente deseo de aquella maestra vocacional, que como tantas otras alfabetizaban la campaña. Veo escrito con letra ligera y pequeña, “Querida Minguita, para que te acompañe mi recuerdo y tengas presente las enseñanzas que pude trasmitirte. Un apretado abrazo de quien te extrañará mucho. Tu Maestra Mercedes. 15 de noviembre de 1961”
Para romper la emotividad del momento le devuelvo el libro, y le pregunto:
-¿Así que a tu hermano no le enseñó?
-No, porque él no quería y mi padre lo necesitaba de peón.
-Entonces, tú jugabas con la niña y aprendías a leer y a escribir.
-Sí, y trabajaba con mi madre. Les daba de comer a los corderitos guachos; en una mamadera con leche de vaca que preparaba Doña Alcira. ¡Pobrecitos!, me veían y corrían hacia mí. ¡Creían que yo era la madre! Después me seguían por eso los tenía que atar con una piola.
_¿Así que tú nunca viajaste a la ciudad?
-No, nunca. Cuando mi madre se enfermó yo me quedé para hacer el trabajo que hacía ella, porque la señora me precisaba. Yo la extrañaba y lloraba mucho a escondidas. Mi padre y mi hermano me retaban y me decían que ya era grande para llorar.
-¿Tienes parientes?
-Nunca conocí a nadie. Mi padre no quería que hablara con mi madre de eso. Una vez cuando estábamos solas… lavando ropa le pregunté y me dijo: “¡No me hagas acordar!” Me pidió que me callara y después se puso a llorar. Fue cuando sentí odio hacia mi padre…porque me di cuenta que había sido malo con mi madre
-¿Y con tu hermano cómo te llevas?
-Con él no hablo. Cuando está en casa voy a los gallineros o a hacer algo, y si no a la cocina de Doña Alcira. Así no me grita o me pega.
-¡Pobrecita! ¡Qué triste debes sentirte sin tu mamá! –le digo conmovida.
-¡Sí!, muy triste. En el día estaba muy ocupada, pero de noche cuando tenía que ocuparme de la cena de mi padre y de mi hermano; que nunca quedaban conformes con lo que les hacía, la extrañaba más y me acostaba llorando.
Parece que el tren va a ponerse en marcha. Se oyen voces. Algunos pasajeros que han descendido comienzan a subir. El alborozo es general y se escuchan alegres comentarios. El niño aplaude y entre risas la anciana lo imita. Miro a través de los vidrios cómo el sol se va levantando sobre el horizonte, y el rocío comienza a desaparecer. Lentamente el tren se pone en movimiento, el silbato anuncia la continuación del viaje retrasado más de una hora. He escuchado que estas roturas y atrasos se suceden con frecuencia, y hasta podrían parecer normales. En ocasiones se comenta que hasta podrían dejar de correr, para sustituirlos por transportes carreteros. “Pronto vendrán las heladas de junio, y a esta hora recién comenzarán a levantarse”. Comenta Dominga. “Temprano hay que andar soltando los animales y dándoles de comer a las gallinas. Yo corro para calentarme, si no parece que me voy a congelar.” Continúa mañana 15/12/2013