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ContinuaciĆ³n de \"Viaje a la capital\" Parte 5

La miro y la imagino trajinando en ese paisaje rural que casi no conozco, tan distinto al de mi niñez.  Es una niña grande quizás algo tosca. Sus movimientos y expresiones son espontáneos y hasta alegres, si no fuera por la tristeza que la acongoja cuando menciona a su madre.

-¿Qué hacen cuando no trabajan en la estancia? –le pregunto.

-En invierno nada. Nos acostamos temprano, escuchamos la radio con la batería del molino y al otro día nos levantamos tempranito a trabajar. En verano… a veces vamos al arroyo a bañarnos, llevamos el mate y pan casero ¡pasamos tan lindo! Todos riéndonos de los cuentos que dicen… Eso sólo los domingos, los demás días no… porque hay que trabajar mucho.  Una vez fuimos solas con mamá al arroyo. Mi padre no quería porque podría estar algún andante  y eso era peligroso.

-¿Qué es eso del andante?  Le pregunto.

 -Son hombres que van caminando de estancia en estancia. Cuando llegan  piden de comer, pasan la noche en el galpón y a veces hacen algún trabajo… Casi siempre se van al otro día. De vez en cuando llega alguno que ayuda a cortar, y a acarrear la leña para cerca de la cocina. ¿Sabe?... cuando estábamos solas mi madre me trataba con cariño, y no me gritaba. Me decía: “Dominguita o  mijita. A mí no me gusta ese nombre pero me lo pusieron, porque se me ocurrió nacer un domingo… ¡y ahí me quedó Dominga!

Nos reímos las dos más que por el hecho, por la gracia con que lo dijo.

-Mi madre me decía que estaba muy bien que aprendiera a leer, y a escribir para que un día pudiera irme de la estancia, y poder conseguir trabajo en la ciudá. No me hablaba de ninguna por eso yo me imaginaba la que conocía por mi maestra, y la niña Margocita.

-¿Iban visitas a la estancia?

-Sí, una vez vinieron visitas muy importantes a pasear.   A mí me dieron un vestido color negro con delantal blanco y puntillas, para que me lo pusiera cuando fuera a llevar  las cosas… desde la cocina al comedor. ¿Y sabe una cosa? Doña Alcira no podía entrar a la casa.  En la noche cuando llevé la comida para la cena, la señora Elvira me llamó y me dijo: “Mañana te ponés esta ropa y vení a las nueve para quedarte en la cocina a las órdenes de Alcira.” Ahí fue que comprendí… por qué hacía como un mes  me había medido, y anotado.   Esa fue la primera vez que me hicieron ropa, porque  todo lo que me ponía me lo traía la señora… de no sé qué amiga que tenía una hija como yo. ¡Hasta los zapatos como estos!

-¿Y qué hacían las visitas para entretenerse en la estancia?

- Se levantaban tarde, conversaban y se reían mucho. Las señoras jugaban un juego de cartas, y estaban serias hasta que una ganaba y se reía. Después yo les llevaba el té con todo lo que preparaba Doña Alcira. Ellas abrían cajas con masitas. ¡Una vez hasta me convidaron!

Dominga mira hacia afuera, y exclama: -¡Mire como se mueven los alambrados!

Es un efecto. Le contesté.  Es porque vamos en movimiento.

Ella sonrió  y se quedó contemplando un rato más. Uno de sus comentarios me ha intrigado  y no pude evitar preguntarle:

-¿Por qué no le estaba permitido entrar a la cocinera al comedor?

- Porque Doña Alcira trabaja mucho desde temprano. ¡Sin descanso y siempre apurada!  Por eso suda mucho y su delantal siempre está salpicado. Cuando mi madre murió ella tuvo que cocinar para la familia, y yo ocupé el lugar de mamá, haciendo las otras tareas y llevaba la comida… Cuando entraba solo saludaba, no hablaba, las miraba y esperaba que me dijeran que me fuera. Cuando no lo hacían escuchaba la conversación. Un día escuché que iban a viajar a París para llevar a Margocita de vacaciones, y como yo no sabía dónde era ese lugar le pregunté a Doña Alcira. Me dijo que ella no había ido nunca porque era un lugar muy lejos, al que había que ir en barco durante muchos días. ¡A mí me pareció horrible andar tanto tiempo en el agua!

 Reí con ganas ante la ingenuidad del comentario. Luego quedó en silencio tal vez recordando algún episodio de su vida. Por un momento se lo agradecí. Yo también recordé algunas cosas que había tejido mi imaginación infantil, sobre lugares ignotos, distantes e inalcanzables. Desde mi somnolencia me llega nuevamente su voz:

 -Lo que más me dolía era que esos días,  Margocita se encerraba en su cuarto para jugar  y peinarse con la otra niña. Yo las pude ver caminando en puntas de pie y despacito, cuando pasé para el comedor. Vi que estaban muy entretenidas. Sentí ganas de llorar pero ya tenía catorce años, y no tenía tiempo para jugar a las muñecas. También vino un muchacho que andaba todo el día a caballo. Me miraba y se reía, por eso yo trataba de que no me viera. Si no andaba a caballo corriendo las ovejas o las vacas, se iba a pescar al arroyo… a matar liebres o cazar perdices. Después se las traía a Doña Alcira que por lo bajo rezongaba porque tenía más trabajo, pero después lo llamaba y le decía que ya estaba listo el escabeche. ¡A mí me gustaba ver cómo lo comía, ahí nomás, chorreándole el aceitecito  por la cara!  ¡Se veía lindo y feliz! Un día me preguntó: “¿Te gusta”? Con la cabeza le dije que no porque me daba vergüenza, y me fui a hacer mi trabajo… sintiendo mucho calor en la cara, y cómo el corazón me golpeaba el pecho.

-¿Cómo se llamaba ese muchacho? le pregunté.

-Le decían Manuel, el apellido no lo sé… Una vez yo iba camino a mi casa y de atrás de unos yuyos me decía: “Arisca ¡vení! Vamos a jugar!”  Entonces yo corrí y corrí hasta que estuve adentro de mi casa. Estaba sola y mi madre me había enseñado que nunca estuviera sola, con hombres que no fueran de la familia. Sabía que mi padre y mi hermano vendrían más tarde del otro campo, así que cerré bien la puerta con la traba y espié por la hendija de la ventana. ¡Qué nervios tenía! Lo presentía tan cerca de la casa.

 Estaba asustada pero a la vez  me gustaba saber que andaba por allí cerca. No se atrevió a acercarse. Al otro día  fue a la cocina a buscar agua para el mate. Sentía que me miraba y escuché cuando le preguntó a Doña Alcira: “¿Es su hija? ¿Habla? ¿Cómo se llama?” Doña Alcira se río y mirándome le dijo: - ¡Pregúntele a ella!

 Tenía muchas ganas de contestarle y gritarle que se fuera, y que  no me molestara… pero sabía que eso no me iba a ayudar, así que traté de que no me encontrara sola.

                            El relato me atrapó porque intuía un desenlace interesante, pero la monotonía de la marcha del tren, hacía que mi capacidad de escucha y de interlocutora, paulatinamente fuera decayendo. Mi somnolencia aumentaba… Ya cerca de Montevideo  parece que el tren corre más rápido, y hasta el silbato que suena con mayor frecuencia parece alegre. El cruce con otros trenes despierta  mi interés. Algunos son de carga, llevan muchas vagonetas con diversos productos: materiales para la construcción, piedra, cemento. Otros con carbón, celulosa y muchísimas jaulas vacías  para cargar el ganado para los frigoríficos. Pero lo que despierta mi  mayor interés es cuando nos detenemos en las estaciones.  ¡Qué raros nombres tienen!  Nombres desconocidos para mí, como Guaycurú.  ¡Qué raro! Allí el movimiento es intenso y aumenta el número de pasajeros aunque no todos llevan como destino a la capital.  Algunos bajan en estaciones o paradas cercanas.  El paisaje ha cambiado. Se ven muy pocos animales y sí muchas quintas de frutales, donde se destacan los verdes, y anaranjados.  Las viñas aparecen tristes desprovistas de sus hojas. En las huertas los campesinos trabajan encorvados, recibiendo en sus espaldas el tibio sol. Algunos hacen un alto y saludan en respuesta a los silbatos, que anuncian el paso del tren al atravesar esta zona tan humanizada. Los pasajeros comienzan a prepararse para la llegada.  Mi compañera de asiento se ha trasladado y conversa con la anciana.  Están compartiendo el mate como si se conocieran. Por primera vez la veo sin el poncho de lana quizás tejido por ella, como le enseñara la cocinera. Me levanto y me dirijo al baño con mi bolso de mano. Al pasar junto a Dominga la invito para que me acompañe, y accede agradecida. Entonces me parece descubrir algo de lo que no me había percatado. ¡Esta chica está esperando un hijo! O tal vez sea solo gordita… No me siento con derecho a preguntarle. ¿Quién soy ante ella? Una desconocida, una compañera circunstancial de un viaje en tren. La observo de regreso y la inspección ocular no me permite asegurar la respuesta. Dominga vuelve a sentarse junto a la anciana y yo me recuesto entrecerrando los ojos. Los recuerdos de la conversación me van llegando. Me dijo que durante el verano pasado,  justamente al año de la muerte de su madre se sentía muy cansada y sola. Que la relación con su familia había empeorado dadas las mayores exigencias, por lo que comenzó a soñar su partida a la ciudad  para buscar trabajo, pero que no se lo podía confiar a nadie. Cuando comenzó a trabajar para la señora recibía un pago que entregaba a su padre, aunque con gran precaución se quedaba con algo de dinero que escondía en un agujero de la pared,  justo detrás de su cama. Por suerte respetaban su privacidad y no entraban a su cuarto. También había atesorado una vieja valija que desechara la señora, donde guardaba parte de sus pertenencias. No era ningún secreto que la utilizara dado que con frecuencia, llegaba ropa con poco uso, sábanas y calzado,  para todos quienes trabajaban en la estancia.

Esa  mañana había visto el movimiento que generaban las visitas, sólo que esta vez  las niñas no vinieron porque veraneaban en Punta del Este. Antes del mediodía supo de la presencia del joven Manuel, el que tanto desasosiego le producía y que ya había captado su simpatía y confianza; la vez que le dirigió pocas pero amables palabras. Hacía un año que no lo veía. Ahora sentía la necesidad de tenerlo cerca para mirarlo, escuchar su voz, su risa y quizás oírle decir como aquella vez que quedaron solos en la cocina. “¡Qué linda que sos Minguita!” En sus labios el nombre le había producido la sensación de una caricia como hacía mucho tiempo no recibiera. Aprovechaba que Doña Alcira se retirara del lugar en busca de algo y le susurraba al oído perturbándola hasta lo más profundo de su ser. Así fue que en un descuido le tomó una mano y la besa en la palma, diciéndole despacito mientras buscaba sus ojos: “Me gustas mucho”.  El rubor escapa los límites del rostro y hace que experimente nuevas sensaciones, que la turban y enorgullecen  simultáneamente. La presencia de Doña Alcira rompe el encanto cuando con voz fuerte lo interroga: “¿Necesita algo el señor”?

-No gracias, ya me voy. Sólo pasé para saludar –dijo retirándose.

Con la autoridad que le permite el trato prolongado y cotidiano, sintiéndose quizás la sustituta de la madre, Doña Alcira le advierte: -“¡Cuídate niña! este mozo es un picaflor de ciudá”.

¡Y  vaya si ella sabía de los mozos de la ciudad! Hacía casi cuarenta años que sufrió las consecuencias, al creer que era posible que el hijo del patrón de la estancia, donde vivía con sus padres se casaría con ella .Claro que eran demasiado jóvenes. ¡Tanto como hoy esta niña! De ese malogrado amor nació su primer hijo, con padre desconocido,  al que criaron los abuelos.  Luego se casó con un peón, compañero de trabajo del padre, que la llevó a vivir a otro puesto de la estancia, en la que hoy vive, y de la cual no quisiera irse nunca. Allí nacieron sus tres hijas a las que crío con gran sacrificio, mientras ayudaba  a su marido. Felizmente  tenían la escuela rural a poco más de dos kilómetros, lo que les permitió concurrir debiéndolas llevar en el carro .Se levantaba temprano, ordeñaba para darles el desayuno a  las niñas y  luego salían a través  del  campo hasta el camino. A un kilómetro levantaba  a la hija de otro peón.  Luego regresaba a continuar las tareas hasta la hora en que iba a buscarlas. En ocasiones iba su marido  y ella adelantaba su trabajo que no finalizaba nunca.   Las niñas fueron aprendiendo las tareas del hogar y moldeándose junto a la  trabajadora madre .Cuando fueron suficientemente grandes una a una partió, alejándose casi definitivamente de los padres, para pasar a vivir en otras estancias o en casas  de familias de la ciudad.  Aún joven Alcira enviudó. Su marido fue víctima de su ignorancia y de las malas prácticas que se realizaban en la campaña. El quiste  hidático lo llevó a varias intervenciones quirúrgicas, pero con desenlace  fatal.   Ante esta situación el patrón le ofreció el cargo de cocinera de la estancia, en la que continúa desde entonces. Por su actitud frente a la vida y hacia los demás, Alcira es respetada y querida por todos. No es una mujer atractiva y se le critica el descuido personal. Es robusta, rolliza, de cara redonda, con ojos algo pequeños  y oscuros. Algunas arrugas delatan que no es joven pero no se puede definir su edad. Peina su cabello entrecano con rodete  que sujeta con horquillas. Tiene sus manos grandes y siempre en movimiento, mostrando su gran generosidad. La cocina es su ámbito...  Continúa mañana 16/12/2013