Yo la miraba, miraba,
me la quedaba mirando
y el alma se me llenaba
de murciélagos y pájaros.
De pájaros y murciélagos:
“nunca, nunca” y “¿cuándo?¿cuándo?”,
certeza de lo imposible
y esperanzas sin embargo.
¿Esperanzas o ilusiones?
Hay espejismos tan claros,
tan nítidos, tan precisos
que uno creyera tocarlos.
¡Tocarla! ¡Por Dios, qué gloria!
¡Qué paraíso vedado!
Nomás para algún saludo
las mejillas o la mano.
La piel de mi amor sin piel
con chicharras de verano
desnuda en la realidad
del crudo invierno nevado.
Después – bastante después –
pude mirar a otros lados.
Me topé con unos ojos:
también me estaban mirando.
Encontré el amor real
y no era como el soñado:
era con momentos dulces
y con más momentos arduos.
Con cuitas de fin de mes,
con milagros cotidianos.
Ya no la miro, la miro,
pero la estoy recordando
(no hay por qué echar al olvido
lo que se hubo amado antaño).
Los murciélagos se fueron.
Me quedan nomás los pájaros.