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ContinuaciĆ³n de \"Viaje a la capital\" Parte 6

La cocina es su ámbito y en ella se desplaza ágilmente. Sale a buscar los leños, la verdura o el agua tantas veces como sean necesarios.  Rara vez solicita ayuda,  salvo los días de humedad en que sus huesos le reclaman. Entonces se la puede encontrar recostada en su pieza. Este descanso dura demasiado;  pronto se incorpora y sale hacía el patio privado donde cuelga su ropa, oculta de la mirada de quienes vayan por la cocina.  Ella misma confecciona su vestimenta con las telas que le solicita a la señora, que le traiga de la ciudad…  ¡porque  lana… sobra en la estancia! Previsora  utiliza las tardes del verano para lavar y preparar la lana de los guachos, que luego convertirá en algún abrigo para ella, o algún trabajador que vea necesitado.

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Los días transcurren casi sin novedades. El verano trae consigo la trilla y con  ella llegan trabajadores zafrales, que agregan más trabajo en la cocina. Dominga se hace casi imprescindible. La alta temperatura del día, sumada a la que se registra en la cocina, multiplica su cansancio. Casi no hay tiempo para pensar en otra cosa que no sea descansar. El camino hacia la casa bordeado de paraísos se le hace cada vez más largo. De pronto desde la sombra surge una figura que la perturba. ¿Qué está haciendo allí?

-¡Hola linda! ¿Conversamos un rato?

Le es imposible emitir palabras, quisiera decirle que no. ¡Pero cómo negarse si toda ella es un sí! Deja que la tome de la mano y caminan lentamente y en silencio con dirección a la casa. Luego se detienen. El abrazo surge naturalmente.  La pasión se manifiesta en ambos, sin palabras, simple, ardiente. La comunión perfecta.

Sus perros ladran. Están atados esperando la comida. Ya la percibieron y ansiosos delatan su cercana presencia. Las voces del padre y del hermano le llegan desde la casa. Se desprende y echa a correr con el corazón queriéndosele escapar. ¡Son tantas las emociones! y teme ser descubierta por los hombres de la familia.

Se dirige directamente a su cuarto con la excusa del cansancio y al cerrar la puerta no puede contener las lágrimas. El sueño se le escabulle. Las emociones y el calor se suman impidiéndole dormir. Su alma inquieta le sugiere muchas interrogantes.  “¿Cómo enfrentarle mañana? ¿Cómo pudo permitir que la abrazara y la besara?, y lo peor… ¿Cómo pudo corresponderle? ¿Se olvidó de las palabras de Doña Alcira? ¡Ay si estuviera mamá! ¿Qué me diría? Seguro que se enojaría” Entre sollozos ahogados en la almohada, la vence el sueño reparador. 

La voz del padre la sobresalta: “¡Dominga levantáte! ¡Ya son las siete!” Rápidamente se levanta, higieniza y corre el camino hacia la cocina, donde el trajín de Doña Alcira ya comenzó.

En silencio se sirve la leche recién hervida, que aún permanece sobre la cocina a leña. La bebe a grandes sorbos. No le ha puesto café ni azúcar para estar disponible más pronto. Más tarde comerá alguna galleta de la bolsa que cuelga en el rincón.

Doña Alcira le indica la tarea no sin antes darle un sonoro beso en la mejilla, y ofrecerle una rebanada de pan casero. Ella misma lo ha horneado antes de que el sol asome, lo que significa muy temprano en el verano.

-¿Cómo dormiste niña?

-Bien, gracias, ¿y usted?

Esquiva enfrentarse cara a cara con esa mujer que la conoce tanto o más, que quien la trajera al mundo.

La mañana transcurre casi rutinariamente en aquella cocina, hasta llegada la hora del mediodía cuando se produce el descanso obligado, y los peones se acercan en busca del guiso o el puchero que se suceden invariablemente. La excepción es la comida para la familia de la casa grande.  Dominga desea que Manuel no se aparezca por la cocina.  Dios parece estar de su parte. El no apareció pero el hecho tampoco la hizo muy feliz. “¿Se habrá olvidado de ella? ¡Seguro que sí! ¿Por qué debería acordarse? Tenía razón Doña Alcira: “¡Es un picaflor de ciudá”!

Por la tarde el sol que dora la espiga obliga a clausurar la cocina. Los trabajadores están trillando un campo lejos de la casa. Algunos hacen la siesta porque trabajan en la noche.  Dominga trabaja en la casa grande requerida por la señora. Debe limpiar los vidrios de los ventanales para lo que utiliza una escalerilla. De pronto un abrazo inesperado le hace perder el equilibrio. Ahoga un grito… el instinto le dice que debe callar.  En silencio forcejea intentando liberarse pero no lo logra. Su oído recoge  la miel, en las palabras susurradas por Manuel que le repite cuánto le gusta, y que esa noche quiere verla. En silencio para no despertar a los tíos Manuel se retira, quizás para  preservar aquella relación con la hija del peón.

Las horas que faltan hasta la llegada de la cómplice noche son largas y angustiantes, para la joven Dominga. No sabe cómo será el encuentro aunque tiene la certeza de su debilidad. Desea que se oculte el sol que llegue la hora del descanso para los hombres. Seguramente hoy también demorarán en regresar porque la reunión alrededor del fogón extiende la hora del sueño. Allí se suceden las anécdotas y quizás algún guitarrero les ofrezca su repertorio,  mientras se asa el cordero que el patrón les ha ofrecido.

Doña Alcira preparó la cena para la familia, y ella  debe llevar las fuentes con las ensaladas, y milanesas. El comedor está iluminado con lámparas de bronce a keroseno, y contrasta con la oscuridad del resto de la casa. Cuando se está retirando el encuentro es inevitable  y un susurro le llega: -“En el avenal”…

Era diciembre y la temperatura de aquella noche para nada justificaba el temblor que se produjo en su cuerpo. Trató de demorar su entrada a la cocina para preguntarle a Doña Alcira si la necesitaba. Sabía que para ésta no pasaría desapercibida su turbación, había criado tres hijas que volaron muy jóvenes de su lado.

Para su sorpresa recibió una negativa acompañada de: “Vaya nomás a descansar.” Se dirigió a la casa caminando presurosa por el medio del camino de grava. Se apartaba de los paraísos y sus sombras, aunque la espléndida luna se filtraba entre el follaje. Parecía que no estaba dispuesta a ser cómplice del encuentro de los jóvenes, y lo iluminaba todo. Ya cerca de la casa,  la reciben sus perros que saltan alborozados al recibir los huesos. Luego entró dispuesta a bañarse. Seguro que su padre y su hermano iban  a volver más tarde, porque disfrutaban  la presencia de otros hombres en la estancia. Cuando se dispuso  a acostarse, los perros le anunciaron a alguien desconocido para ellos, porque a los hombres de la casa no les ladraban.

Les gritó para que se callaran, “¡Negro!”, “¡Café!” Ha dejado la ventana del cuarto abierta por el intenso calor. Si no estuviera tan cansada seguro que no podría dormir allí. Sabía de la presencia de él, lo intuía.  Muy cerca estaba el avenal. Oye su nombre una y otra vez. Muy cerca, en voz baja le implora “Dominga déjame entrar… Minguitaa” ¡Qué difícil le resulta tomar una decisión! Se enfrentan el temor y el deseo, lo correcto y lo prohibido. ¡Es tanta la necesidad de ser amada! ¡Se siente tan bien junto a él! Presurosa cierra la puerta del cuarto.  Se pone el vestido y sale por la ventana deteniéndose un instante a acomodar la cortina. Mira hacia el camino y corre hasta el avenal distante unos diez metros, donde la reciben los brazos apasionados de quien le ha hecho despertar al amor, traspasando el umbral hacia lo desconocido tantas veces intuido y esperado, desde que lo conociera algunos años atrás.

Temerosa pero feliz logra desprenderse de aquel abrazo que hubiera deseado no terminara nunca. Manuel la deja separase bajo la promesa de que mañana lo esperará. Sabe que no puede demorarse más. Con la rapidez que le infunde el miedo  se arregla el vestido y corre hacia su ventana. Al entrar destraba la puerta. Agitada  y sudorosa se acuesta con la certeza de que algo importante cambió en su vida. Imposible dormirse. Oye llegar al padre que comenta: “La Dominga está dormida. ¡Pobre! Está cansada…” Lejos de eso ella piensa en el día siguiente, en que trabajará deseando que la noche los vuelva a convocar bajo la luna y las estrellas… escuchando las chicharras en los paraísos, los grillos en el avenal y los bichos de luz a su  alrededor.

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De pronto los silbatos del tren parecen sacudir mi cuerpo. Mi cabeza está incrustada en el hueco que forma el respaldo con la ventanilla ¡Qué dolor en el cuello! Mi revista está caída. A pesar del frío mi rostro arde. Miro alrededor y reconozco a los pasajeros que ya había visto. También son muchos los que viajan de pie. ¿Cuándo subieron? ¿Cuánto estuve dormida?  Busco a Dominga y la encuentro conversando con la anciana de negro. Me sonríe. La duda se instala en mi pensamiento. ¿Qué fue lo que me contó Dominga?  ¿Cómo saberlo?  ¡Qué cansada me siento! Flexiono la cabeza, cómo me duele el cuello ¡No se lo voy a preguntar! ¿Qué diría? 

El silbato se oye persistentemente Ya está próximo el destino. La capital nos espera y  pronto se produce el arribo. El guarda colabora con el descenso de los pasajeros. Algunos  lo hacen apresurados.  Por su indumentaria y escaso equipaje, me parecen trabajadores que seguramente regresarán en el día.   Continúa mañana 17/12/2013