Había un hombre que estaba en prisión por un delito que había cometido.
Todos los días lamentaba el hecho de estar encarcelado, privándolo de libertad, pero no el hecho de haber cometido un crimen y así vistió su condición de “encarcelado”.
Una pequeña ventana de su celda daba a la parte exterior, por la que, en contadas horas, el sol hacía acto de presencia.
Cierto día, hubo un invitado más, a parte de aquél sol. Un pájaro. Posó delicadamente sobre uno de los barrotes que guardaban la ventana, y el encarcelado observó detenidamente ese suceso.
—Almuerzo! —Interrumpió uno de los carceleros.
Esa interrupción hizo con que le observara igualmente como lo había hecho al pájaro.
El pájaro seguía allí, tímido, reticente, y también observó al encarcelado que, cogiendo un pequeño trozo de pan de su almuerzo, se acercó a los barrotes para ofrecérselo.
Los dos presentaban el llamado “estado de alerta”: ninguno sabía de las intenciones del otro, pero al mismo tiempo se habían concedido el beneficio de la duda y no juzgar sin antes conocer la intención.
El encarcelado, entonces, puso gentilmente el pan cerca del pájaro y éste se acercó a cogerlo y con un leve aleteo de sus alas agradeció. Habían creado un vínculo de confianza.
Por muchos días ocurrió lo mismo. Pero no todo pasó a ser lo mismo.
El encarcelado esperaba su momento diario y el pájaro acudía a su momento diario. Les visitaba todos los días la felicidad. El encarcelado se olvidaba de su condición de falta de libertad y al pájaro no le importaba su condición de libertad. Ninguno se sentía atado a nada, sino al amor que residía en esos momentos que deseaban compartir.
El encarcelado entonces empezó a recobrar su condición de “hombre” y considerar lo que le había hecho llegar donde estaba. Nació el arrepentimiento. La celda pasó a ser el salón de su casa y la ventana con sus barrotes pasó a ser el jardín a que acudían los pájaros.
Aquél pájaro lo hizo comprender que la verdadera prisión estaba en su mente, en la forma con que se había dejado “encarcelar” por lo exterior. Los guardias seguían siendo los mismos, con las mismas paredes y para ellos no era una prisión, sino su local de trabajo. Para el pájaro tampoco era una prisión, era el local que eligió para pasar “su momento diario”, donde encontraba el confort y la hospitalidad con aquel hombre.
Y los dos, hombre y pájaro, siguieron disfrutando de su nueva libertad…