Otros parsimoniosamente se dirigen a la salida. En el andén aguardan aquellos que esperan a familiares o amigos, que llegan desde distintos puntos del país. Por un momento me he olvidado de Dominga. La busco y no la veo. ¿En qué momento descendió? ¿La esperaban? En mi mente ahora reina una gran confusión, pero lo que sí tengo claro, es que aquella joven mujer buscaba en la capital escapar del enojo del padre y de su hermano. Esa seguridad la tuve cuando me manifestó que dejó su casa muy temprano, antes de que se levantaran su padre y su hermano y que deseaba poder llegar a tiempo al cruce del tren, rogando que este pasara en hora. Quizás también escapara de la mirada escudriñadora de Doña Alcira, y en su mente anidara el deseo que le trasmitiera su maestra y su madre, de que debía aprender a leer y escribir para poder dejar la estancia, y buscar trabajo en la ciudad.
Confundida y absorta en mis deducciones caminé hacia el andén donde deberían estar mis tías esperándome. Recuerdo a Rosita y la imagino caminando de regreso; quizás recordando su juventud perdida. ¡No quiero que la culpa aparezca!
Entre el barullo de trenes que parten y llegan, el de los trabajadores que incesantes transportan bultos y las personas en movimiento, emergen las voces de mis tías, “¡María Luisa! ¡María Luisa! ¡Aquí estamos nena”!
Me han reconocido a pesar del largo tiempo que no me han visto. Dicen que soy muy parecida a mi madre, y tal vez les traiga su recuerdo.
Apresuro el paso tanto como me lo permite mi valija, y pronto me encuentro estrechada entre sus brazos mientras me colman de caricias y besos como cuando era niña.
Nunca supe el motivo del alejamiento con mi padre. ¡Ahora no me interesa saberlo! Me llevan hacia la salida. Caminamos como en bloque, muy juntas, solo separadas por el espacio que ocupa la valija que me regaló papá, en la ocasión de aquel viaje que realizara con Beatriz y su madre.
Afuera de la estación el movimiento también es intenso. Ya ha pasado el mediodía y el sol luce en su esplendor invernal. Lo recibo en el rostro como un augurio de bienvenida.
Llegamos hasta un automóvil y me sorprendo al saber que les pertenece, y que lo conduce una de ellas. Guardan la valija en el baúl y me ubico en el asiento trasero.
El auto comienza a rodar y las preguntas me llegan como un torbellino. Son tantas y tan variadas que trato de ir contestándoselas, mientras mis ojos asombrados se mueven vertiginosamente tratando de captar al máximo, todo lo que se les ofrece. ¡Qué suerte que seguí el consejo de Rosita! La capital ahora me parece más bella que en mis recuerdos.
La tía conduce con seguridad. Me dice que vamos a dar un paseo y que almorzaremos en un restaurante, porque es un poco tarde y como el día está muy lindo, daremos un paseo antes de ir a la casa. Disminuye la velocidad y me señala un letrero que anuncia: Clases de Dactilografía. Academias Pitman. Con firmeza en su voz me dice: “Tú vas a aprender dactilografía o lo que desees; pero en otro instituto de más categoría”. El tono me pareció de mucho orgullo, pero no estaba yo para juzgarla ni contradecirla. Solo le contesté, “Bueno”.
No sé de qué se trata pero seguramente ha de ser algo beneficioso para mí. Después les voy a preguntar. Vislumbro una luz de felicidad…
La ilusión va ganando mi ser. Aprenderé algo diferente. El bordado me gusta mucho, pero es demasiado cansador.
Repentinamente pienso en mi circunstancial compañera de viaje que como yo buscaría en la capital, la posibilidad de una vida mejor. Vuelco mi cuerpo hacía atrás tratando de visualizar a Dominga, pero ni a ella, ni a la estación logro divisar. FIN Continuará otro relato