Federico Rivero Scarani

El sĂșcubo (o La Lujuria)

“Amado mío, déjame que sea tu carnicero, puedo hacerte sentir un dolor profundo como un fierro en la carne entrando o garfios prendidos en tu cuerpo mordiendo tu carne y tirar de ellos”. Un súcubo frente a mí me lo sugiere, ¡y estoy tan solo y desdichado!, ninguna mujer se apiada de mis horas, ni quiere mis caricias ni mis risas, ¿por qué no probarlo? “Amado mío, seré sensual como una serpiente y enrollaré en ti mi cuerpo liso y perfumado, te ofreceré mis senos para que bebas sangre que es la leche de los demonios, te daré largos besos, profundos como el Averno hasta desmayarte de un placer elegido”. Ella me sigue sugiriendo placer o amor, deseo o dolor, y estoy tan solo hoy que no puedo más que rendirme a sus cartilaginosas manos y a sus ojos de insecto, pero con unos labios que devorarían los míos de placer. “Amado mío, serás mi rey y yo tu reina en nuestro infierno personal, si quieres no le haremos daño a nadie pero sí a nosotros mismos comiendo de nuestras carnes hasta el amanecer.” Tengo tantos deseos de saber cómo es, hermosura del Infierno,  súcubo de verde cabellos, tu figura es la de una diosa griega hundida en el mar por envidia de los serafines. “Ven, entonces, amado mío,  sumerjámonos en la laguna quieta, fría y milenaria abrazados los dos y masticando nuestras carnes mientras fornicamos, ven, querido, te sacaré de el museo llamado vida”. Y yo, solo, como tantas veces, indiferente al mundo que me rodea, sin un posible cariño pleno de mujer, renuncio a mi condición humana y me consagro a un ser superior del que seré presa o semidiós.