Cuando yo era un niño, normalmente jugaba en mi habitación. Mi madre, casi siempre estaba en la cocina, entretenida con sus cosas, siempre entretenida — eso quiere decir concentrada en todas ellas. Nos separaban dos habitaciones —con sus respectivas paredes—, más el salón, también con sus respectivos muebles. Era una buena distancia si ella tuviera que recorrer a cada rato para decirme algo, entonces simplemente alzaba la voz para salvar esa distancia, eso sí, siempre con aquella dulzura que le caracterizaba, por eso creo que mi padre no la dejó escapar, pero eso ya es otra historia…
Lo increíble es que ella siempre sabía lo que yo pudiera estar haciendo, porque le oía a distancia: —no hagas eso, no hagas lo otro, no hagas lo de más allá. Y siempre acertaba. Claro que no eran cosas buenas o no tan buenas, ni tan malas tampoco. Lo que se suele decir: cosas de niños.
En mi imaginación empecé a pensar que ella tenía “superpoderes”, como visión de rayos-X, o telepatía o se hacía invisible para verme, sino de qué forma sabría exactamente lo que yo estaba haciendo?
Y eso se transformó en un juego más para mí.
Cuando yo era adolescente, aquello de superpoderes ya no encajaba, entonces lo descarté y en su lugar me imaginé la idea de que ella también había tenido las mismas experiencias, pero claro, esa idea no tenía mucha consistencia, porque yo era un chico y ella fue una chica en su momento, y en momentos y años en que la sociedad mucho cambió. Pero aún así ella siempre sabía lo que me pasaba: si había tenido una nueva novia, o si había peleado en el colegio, o si quería un nuevo modelo de zapatillas. Lo que también se suele decir: cosas de adolecentes.
Cuando yo era un adulto, entendí que aquello de las mismas experiencias definitivamente no encajaba, entonces también lo descarté. Imaginé que ella también sabía lo que me pasaba: toda la preocupación que ella seguía teniendo conmigo, que si tenía trabajo, que si mi hijo estaba teniendo una buena educación, que si tenía dudas existenciales. Ya sabes: cosas de adultos.
Cuando empecé a ser hombre, me paré a pensar que aquello que se transformó en un juego para mí de niño, yo seguí jugando, sin querer, sin percibir. Me paré a pensar que hay un saber que sabe que yo estaba haciendo eso —jugando. Entonces, estoy parando y buscando ese “saber”, porque los juegos están bien para entretener, pero no te evolucionan. El teatro está bien, pero uno debe quitarse la máscara al final del espectáculo y ejercer su verdadera identidad. Mi verdadera identidad sigue dentro de mí, y la estoy despertando con la misma dulzura que aprendí de niño.
Mi madre, hoy lo sé, tenía ese “saber”. En mi visión de niño, recupero la imaginación de que realmente, todos, todos, tenemos superpoderes…ya sabes: cosas de hombres.