Siempre quiso su instrumento,
su sola presencia era melodía;
no había soledad, ni había tormento…
Una extraña música que solo él oía.
Contaba sus metálicos trastes
acariciaba su diapasón…
Admiraba sus cuerdas tan locuaces
porque siempre le daban entonación.
Contemplaba la caja sonora,
al tiempo que miraba las clavijas,
era su guitarra, la bella señora,
hambrienta siempre de caricias.
Solo la tocaba con el pensamiento
nunca le arrancó ningún gemido
no aprendió a tocar su instrumento
que abandonado y solo se quedó dormido.
Solo la ejecutaba en su imaginación,
nunca supo arrancarle sonidos,
y preso de su inmensa frustración
la dejo en la pared, colgada de un hilo.
Autor: Alejandro J. Díaz Valero
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Maracaibo, Venezuela