Donaciano Bueno

Campos de Castilla

Era de septiembre un caluroso día.
Al aire lanzaba sus veletas el viento,
las cigueñas pintaban en tejados lamentos,
las hojas muertas de los árboles caían.


De la uniforme y árida estepa de Castilla,
mirando al horizonte y con pasito firme,
paseando mis silencios, por la vereda iba,
cuidando del camino pedregoso no salirme.

 

Sobre los calvos campos el sol se reflejaba
buscando algún remanso a los lados del sendero
-a veces, para secar mi frente, me paraba-
escudriñando entre los pinos, las encinas, los enebros.

 

De oxígeno para henchir mi pecho jadeante,
mi cuerpo yo impulsaba hacia adelante
buscando el tronco humilde de un arbol degollado
que de apoyo sirviera al reposo del soldado.

 

Posar ansiaba yo mis doloridas posaderas
sobre su orondo culo de tristezas amarillo,
cuidando que sus lágrimas transparentes de membrillo
no ensuciaran mi impoluta ropa con la escarcha mañanera.

 

Parsimonioso caminaba mirando al suelo de soslayo,
inquieto, sorteando los huraños pedregales,
cantos rodados, roderas, laderas, matorrales,
que se burlaban de mi sonriendo a cada paso.

 

Yo a lo lejos divisaba una montaña esquiva,
adornada con su pañuelo rojo y gualda alrededor del cuello,
acolitado por una imagen alargada de colinas
oscuras, todas ellas reverenciando al cielo.

 

Subitamente ante mi apareció el señuelo,
dibujando sobre el terreno un sencillo garabato,
de un remanso de agua, de un pequeño riachuelo,
del mas reconocido duero, un hijo mojigato.

 

Veía al otro lado, parásitas, frondosas arboledas,
de espigados chopos y desgarbados sauces plañideros
bajo la intensa canícula. En la húmeda vereda,
diversos animales de labranza percibía con míseros aperos.

 

Campos dorados de surcos rectilineos y de cauces gemelos,
por el cruel arado romano horadados y en su orgullo heridos.
Bajo la canícula de un sol de justicia arando los labriegos.
Inolvidades recuerdos de mi infancia que aquí yo ahora he revivido.