Su cuerpo, ese templo.
Un porte, una figura,
una forma de caminar,
su estilo, su andar.
Ella es ese sueño,
ese instante, esa vida,
que nuestra mente se imagina
justo antes de despertar.
Miento al decir que es hermosa
porque no lo es.
No es ni linda, ni bonita;
tampoco guapa;
mucho menos bella;
es lo siguiente.
Tú no puedes verla y ser el mismo,
aunque no lo quieras,
y evitarlo no puedas,
te quedarás un segundo,
al menos un segundo,
pensando en la majestuosidad de sus ojos claros,
pensando en que tal vez,
jamás nunca vuelvan a mirarte unas esmeraldas así.
Fue volver a verla,
después de tanto tiempo,
y caer preso de sus encantos,
perder la noción del tiempo, en sus ojos,
y no querer saber qué hora era
por estar petrificado de lleno por su iris.
Sus cabellos,
¡por todos los santos!
¡yo nunca los había visto así peinados!
Dejaban, en parte, su frente descubierta.
Y también sus pendientes,
dichosas piedras que adornaban sus orejas
dichosas por acompañarla a todos lados.
Y sus rizos apenas se adelantaban a sus hombros,
desnudos, sensuales, discretos;
de haberlo estado, sus cabellos lisos,
egoístamente podrían haber llegado a tapar el desabrigo de su espalda.
Su vestido se ajustaba a sus medidas
como a un acorde, de una guitarra, las tensiones;
como se ajustan los pintores a su lienzo;
como las cinco líneas encierran los sonidos
así encerraba aquel vestido, su figura,
pero para nada era una cárcel,
en todo caso, lo era su talle para mí.
Torpemente intento describir su imagen,
como era, como es.
Casi sin conseguirlo trato de expresar con par de palabritas lo que que vi al sentirla,
y no lo consigo,
pues no son mis versos perfectos,
y para nada logran ajustarse a su perfección.
No sé si vuelva a verla otra vez.
En cualquier caso me queda el recuerdo,
y estas líneas escritas de ese momento,
en el que me enamoré de un mujer que aún ni conozco.