Increíblemente cotidiana es la lluvia
cuando solo viene a ser un evento climático.
Cuando, con fríos cálculos el experto
interpreta en la pantalla del ordenador
la dirección de los vientos, de las nubes,
las presiones atmosféricas,
y elabora una predicción de lluvia.
Trivial y cotidiana es la lluvia
cuando se le mira simplemente caer
por consecuencia de la condensación
del vapor de agua, y obliga
a las hacendosas mujeres
a recoger la ropa que ya seca,
cuelga de los tendederos.
Cuando el transeúnte descuidado,
busca una techumbre
o una marquesina en su afán de no quedar
hecho una sopa.
Qué simple es la lluvia cuando toda su tarea
se concreta en dejar esas molestas charcas
que todos procuran evitar,
mientras corren en busca de refugio,
o tratando de alcanzar
el transporte urbano que tardó
en pasar a recoger su pasaje.
Cotidiana e insípida es la lluvia
que solo chorrea de los tejados
cayendo hasta el piso o el prado
por desagües y canaletas herrumbrosas,
viejos cauces que derraman
de sus bocas la lluvia acumulada
que pertinaz cae con fuerza
en esos chaparrones
que son característicos
de los meses de septiembre, año tras año.
Monótona y ramplona es la lluvia,
cuando el anciano la mira desde su mecedora
donde permanece sentado hora tras hora,
con el eterno cobertor a cuadros cubriéndole
las caderas hasta los pies dejando asomarse
tan solo las puntas de las alpargatas. ´
Qué triste es ser lluvia cuando se pierde su encanto,
cuando en lugar de ser un prodigio
digno de ser admirado con asombro,
se transforma en un evento indeseable
porque nos trastorna los planes, porque obliga
a retirarse debajo de un tejado o detrás de una ventana.
Porque es un fastidio salir a descolgar la ropa.
Porque forma charcos indeseables que terminan
de empapar a los que corren a evitarla.
Cuando se vuelve tan solo un pronóstico del clima.
Cuando, para lo único que sirve es para azolvar cañerías,
y azoteas, para zanjar las calles dejando el consabido bache.
Qué triste es que nadie se detenga a contemplar la lluvia
cuando se derrama desde las nubes,
y cuando nadie intenta desentrañar cómo hace Dios
para encerrar todo ese gigantesco peso en agua
por los aires en un colosal desplante
de ingeniería hidráulica desafiando
la lógica de la Gravedad, hasta dejarla caer
en el lugar donde a Dios le place.
Qué triste es cuando en la lluvia, no hay niños dibujando
figuras en el cristal vaporizado por efecto
del gradiente térmico entre afuera y adentro con el cristal por límite.
Qué triste debe resultarle a la lluvia
-considerando que la lluvia sienta-
no ser cabalmente apreciada en su valor.
Porque la lluvia hace germinar los campos
y forma estanques, donde crecen lirios
o retozan renacuajos, y mosquitos.
Porque la lluvia forma torrentes que arrastran
lo mismo basura, que los minerales
que hacen fértiles los suelos.
Dejando tras de sí al filtrarse ese
antojadizo olor a tierra mojada.
Un delicioso estímulo al olfato, y a la vista,
el majestuoso resplandor del arcoíris.
Porque, pasada la lluvia,
toda esa bendición líquida que se inició
en vapor, y se hizo gota y caudal;
una vez que se aquieta,
forma espejos formidables
donde se reflejan, el cielo y sus luces cósmicas.
O le da a los niños el pretexto para disfrutar
su infancia con algo más que una consola de Wii,
o un Play Station; saliendo a mojarse,
a pesar del disgusto de sus madres,
o de la amenaza de ir al médico si enferman.
Porque la lluvia también le rebusca las palabras
al escritor y al poeta o al simple enamorado.
Y los estanques se transforman en espejos
donde la luna esquiva se refleja formando entonces
dos cielos equidistantes e idénticos. Estáticos.
Paralelos universos que prevalecen en el recuerdo
sin límite de tiempo, para repetirse en cada tarde de lluvia.