No entendemos la muerte
y nos espanta.
Nos aterra la idea
de no sentir, de no mirar,
de permanecer inmóviles,
atados de las manos,
con los pies yertos,
nos aterra el rostro
de los muertos, los labios
que enmudecen para siempre
¿Qué sentirá el que muere
en el trance de dejar el cuerpo
que le envuelve?
¿Será como nacer?
¿Será un dolor profundo?
¿Será como afirman aquellos
\"que volvieron de la muerte\",
un apacible abrazo,
una intensa luz iluminando
el túnel pavoroso
que conduce el alma del difunto
hacia la Presencia Eterna?
¿Se sentirá angustiado
aquel que se muere?
¿Tendrá consciencia?
O una vez que se deja la vida,
nada sucede. Y el suicida…
será que al dejar esta vida
en su necio afán padecerá
tormento y no descanso?
¿Será que el Aqueronte,
ese mítico barquero,
transporta en un madero
flotante, el alma del muerto?
Ante la incertidumbre
del trance de morir, ¿no será acaso,
mejor vivir mientras se nos concede?
Si hemos de ser juzgados
por un Supremo Juez; será mejor
acumular virtudes que
atesorar defectos, si de los hechos
personales el corazón
habrá de ser pesado,
y si hemos de escuchar
un veredicto final, ¿no sería
mejor acumular Haber,
que Saldo por pagar?
Porque hasta los que fundan
su confianza en un korbán
santificado para salvarlos
de pecado, saben: Que no todos
entrarán en el reposo,
si no están vestidos para la boda.
Vivamos entonces mientras
tengamos vida, pero hagámoslo
conservando el decoro
de la costumbre buena,
que Bueno es Dios quien
cada día nos renueva la visa
y nos permite estar en esta Tierra
al mantener ligada el alma
al cuerpo unida. Vivamos
intensamente con decencia
que la muerte nos acecha
a cada instante, y nadie
sabe la hora ni la fecha,
cuando la hebra de plata
se destrence, como dice
el Kohelet , y el cuenco, se rompa
al golpear contra la fuente
y caiga al pozo. Cuando el polvo
vuelva al polvo de donde
fue tomado, y el espíritu le
sea devuelto a Aquel de Quien procede.