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El maestro Orador.

Un gran maestro orador se fue a una villa a dar uno de sus discursos más interesantes. Era la primera vez que acudía a esa villa porque le quedaba de paso a otro destino.

Lo que el maestro orador desconocía es que en esa villa, desde hacía tiempo, una enfermedad genética se había desarrollado —la sordera, pasando a ser hereditaria debido a que se casaban hermanos con hermanas, primos con primas, y una vez que eso pasó, entonces ya no había nadie que no hubiera padecido o estuviera padeciendo de esa enfermedad. Todos eran completamente sordos.

El maestro orador, estando allí y habiendo iniciado ya su discurso, notó que, pese a que al principio la aglomeración era bastante grande, poco a poco la multitud se fue dispersando. Él no entendía qué podía estar pasando, porque gozaba de mucha fama, de hecho, nadie que hubiera probado de su discurso se había quedado indiferente.

—Perdona —dijo un vecino de otra villa—, creo que debo advertirlo: todos aquí son sordos, debido a una enfermedad. Ellos no están preparados para oír tu discurso —concluyó el vecino.

El maestro orador, entonces, se marchó.

Al cabo de casi un año, estaba aquél vecino en aquella misma villa y reconoce al maestro orador que estaba preparando el escenario para dar un discurso. Este vecino no llega a entender lo que pretendía el maestro orador, a pesar de su advertencia anterior.

—Perdona —dijo el vecino—, creo que lo reconozco.

—Sí, así es. Yo también le reconozco. Fuiste el que me dijiste, hace casi un año, que en esta villa ellos no estaban preparados para oírme.

—Exacto! —afirmó el vecino con la expresión de duda estampada en su cara.

—Puede —dijo el maestro orador—, que ellos no estuvieran preparados entonces. Y puede, también, que yo tampoco estuviera preparado entonces.

Y sin mediar palabra, el maestro orador empezó su discurso usando el lenguaje de los signos…