Como niños,
¿quién nos diera,
la merced de volver a ser,
como en la infancia,
solitarios o traviesos,
vestidos como
para ir de fiesta,
o despeinados,
con los pantalones rotos,
a nivel de las rodillas.
Quien nos diera digo yo,
la merced de poder volver
al regazo de la madre,
o a sentir el tierno abrazo
del padre.
Echando el reloj
marcha atrás,
poder jugar y jugar
aunque ya se hiciera tarde,
para irse a dormir
a disgusto,
y al siguiente día,
hacerse el remolón
para salir de la cama,
y prepararse a la escuela,
pasar la terrible puerta
para entrar al recinto adusto,
para aprender lo que es justo,
y la tabla de multiplicar.
Porque a veces la terea
no iba en el interior
de la mochila escolar,
o temíamos tener que pasar
a escribir al pizarrón,
porque no podíamos entender,
cómo sumar y restar,
o dividir entre más
de un dígito. ¡qué cosa!
Ah si las pruebas de la vida
fueran tan sencillas,
como lo eran aquellas
pruebas de la profesora,
esa vieja regañona que
nos jala las orejas,
al dar la respuesta errónea,
o por andar echando gritos
a deshora.
Cuántas cosas, cuántos
aquellos recuerdos,
de las tardes lluviosas,
lo mismo que de los juegos,
cuando éramos toreros
de gloria, o soldados en batalla.
O los legendarios héroes,
de nuestros sueños.
Tantos recuerdos se guardan,
que por momentos parecen
fardos que arrastra
nuestra humanidad
menguada por la edad.
Nuestras ilusiones muertas,
nuestro diario batallar.
Que ahora seguimos siendo
soldados de ese miserable
ejército, que en vez de
premiar con medallas,
con dinero gratifica
nuestro esfuerzo al trabajar,
nuestras horas de desvelo,
nuestro tiempo que se va,
ese preciado tesoro
que ya no vuelve jamás.
¿Quién nos diera,
me pregunto,
la merced que volviéramos
a ser, inocentes como infantes,
sin desconfiar de la gente
que en una necesidad,
nos pide por caridad,
darle alguna moneda,
si nos queda, algo que dar.