De mi piso, sentado en la terraza
la última tarde de un otoño tedioso, moribundo,
al cielo los brazos, me doy un placentero respiro a la cachaza
intentando aislarme de este mundo.
En tanto que un rayito juguetón,
impertinente, va escribiendo garabatos en mi calva,
justo en el momento y hora en el que el rey sol
en su altar sus máximos alcanza.
Algo absorto vislumbro figuras amarillas,
pizpiretas, planeadoras, que aterrizan suavemente
de la copa de los chopos, que se acuestan a la orilla,
palidos y lánguidos, ausentes.
Sólo consigue interrumpir mi analepsia
el alegre bullicio cercano de los niños de un colegio,
el inquieto ir y venir de mi perro. Y como un arpegio
el cadencioso sonar de las campañas de la iglesia.
Cae la tarde, me levanto y alzo la mirada al cielo.
Por un momento diviso allá en la lontananza
inmensos campos rectlíneos plagados de naranjas,
cojo mis bártulos y abandono este señuelo.