Los nuevos hijos
¿Eran ángeles o drogadictos,
eran suicidas o ministros del progreso?
Si no les importaba, si les daba
exactamente lo mismo el abolengo,
sólo se sabe que rodaban por el césped,
que vaciaban las botellas en la costa,
entre los montes, en las calles sucias
de la ciudad, mientras los jefes
revisaban la planilla de pagos y descuentos
para los cheques de diciembre de sus súbditos.
¿Qué edad tenían? No tenían
edad, se concluye de sus alas,
siempre fértiles, siempre en movimiento,
lo mismo en un altar robándose a la novia,
que en un velero metido en un frasquito de colonia.
Feroces, libres, auténticos profetas
de la poca adolescencia que a muchos les quitaron
con aquellos uniformes, con aquellos
padres al borde del divorcio y la terapia.
Heredarán la nada que sus viejos les dejaron,
un mundo que se incendia, unas aldeas
globales que parecen cementerios,
todas las tumbas con alarmas a las siete
para la ducha, el desayuno, el viaje en metro
y las cabezas todas asintiendo al desencanto.
Por eso nada esperan, se destruyen
con la misma transparencia de sus párpados abiertos,
con la misma rebelión de sus abrazos con la burla
y el presto pantalón a desprenderse de sus nalgas,
de sus vaginas afeitadas, de sus pelvis tatuadas,
no para procrear el nuevo ciclo de lo inútil
sino para saciar tanta feroz incandescencia,
tanta anónima pulsión por escapar del paraíso,
sin darse cuenta de que son ellos, sólo ellos,
los legítimos herederos del árbol, de la sierpe,
de la manzana envenenada al final fijo
de todos los posibles cuentos que ya nunca escucharían.
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22 01 14