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El maestro y el Ladrón.

Estaban, maestro y discípulos, caminando por una carretera que cortaba un frondoso bosque, cuando surge un asaltante de caminos a través de los árboles.

—Dadme todo lo que lleváis —pronunció el asaltante—, pillando a todos por sorpresa.

—Lo siento —dijo el maestro—, solo tenemos algunas piezas de frutas que podemos compartir contigo.

—No, quiero dinero —exasperó el asaltante—, pero eso también me servirá.

—Puedes llevarlas todas —consintió el maestro—, pero permíteme que te haga una pregunta: no crees que es pecado lo que estás haciendo?

—Sí, todos los maestros sois iguales: se piensan que con palabras se alimenta una familia, bah! —exclamó el asaltante.

—Y si es un pecado —continuó el maestro—, debes estar preparado para asumir las consecuencias.

—Eso no me preocupa, porque robo para alimentar a mi familia. —dijo el asaltante—.

—Puede que no te preocupe a ti —dijo el maestro—, pero preocupará a tu familia que tenga que compartir el pecado contigo? —inquirió el maestro—.

—Pues claro que no les importa —afirmó el asaltante—.

—Yo no estaría tan seguro —dijo el maestro—: por qué no les preguntas?

—Sí, lo haré, pero mientras lo hago dejaré a unos amigos aquí.

Y se fue el asaltante a su casa a preguntar a su mujer e hijos sobre si les gustaría compartir su pecado así como compartían su comida.

Al volver, el asaltante se tira inmediatamente a los pies del maestro y le dice:

—Gracias querido maestro, me has abierto los ojos, ni mi mujer ni mis hijos aceptan compartir mis pecados, sino solo la comida, que lo que hago para mantenerlos es problema mío.

«Lo siento, pareces ser un buen maestro, déjame seguir tus enseñanzas. He cometido muchos pecados, dime qué hacer ahora.

—Sí, has cometido muchos pecados, y ahora debes purgarlos todos! —dijo el maestro—.

Y así empezó aquél nuevo discípulo que luego se convertiría en sabio…