Abrumado por el peso de la duda,
extirpé los últimos restos de conciencia que me quedaban
para bruñir las alas de la libertad,
amputadas tiempo ha.
Sin más dilación,
emprendí la siembra para cosechar un buen puñado de letras,
todas ellas subterráneas como tubérculos.
Y así fue como empecé a construir mi laberinto rizomático.
Primero deshilaché el remate del árbol
que apuntalaba la copa de mi frágil universo.
Inevitable consecuencia:
caerme de la nube que enraizaba mis sueños.
Pasé toda la noche durmiendo al raso,
con un cielo esplendente en atroz relampagueo,
y balanceándome al vaivén de mi mala estrella,
que me guiaba a través de horizontes bermellones,
sin reyes pero con rayos.
Después de asistir a la música de las esferas,
tuve que despejar mi cabeza de la migraña
causada por la rotación de la Tierra
absorbiendo para ello una nebulosa de cinabrio;
rapé para mis celestes fosas,
veneno para mis neuronas.
He trenzado tantas voces,
me digo a veces,
que me he quedado mudo en el nudo de la garganta.
El mundo mudó de semblante al oír mi latido,
la nuez de la corteza se partió en dos mitades,
y el estallido de la grana derribó el muro de la aspereza.
Quizá no supo que en aquel momento,
en aquel preciso y precioso momento,
ya tan lejano en el tiempo,
un amor estaba naciendo.
Ahora pienso que con humor no quiso creerlo.
La creación es burda cuando el cerebro es humano
y las manos que lo bordan no son divinas.
Creo que denunciaré al arquitecto de mis sueños
por el derrumbe parcial de la bóveda de mi firmamento.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.